-DON
FLORIANO, Las verdaderas razones de la muerte del papa Luciani
Mi
relación con Albino Luciani fue singular, en algunos aspectos única. Directa e
indirecta, habiéndolo encontrado algunas veces a él y durante años y años a sus
compañeros de seminario - entre los que debo mencionar: el P. Ernesto Ampezzan,
mons. Sesto Da Pra, mons. Guglielmo Sagui, mons. Giovanni Maria Longiarù, mons.
Giuseppe De Cassan - y, en los últimos años de su vida, su hermano Eduardo
(1917-2008).
Conocí
a Albino Luciani por primera vez hace exactamente 55 años, tal día como hoy, 14
de julio; entonces era el día de mi undécimo cumpleaños. Había estado unos días
en Caprile, en la casa de verano del seminario, para verificar el deseo de
entrar en el seminario (que hice tres años después). Mi párroco, don Ernesto
Ampezzan, que tenía solo 56 años y me parecía un anciano, vino a buscarme a
Caprile y me llevó a Zoldo en autostop, en un camión. Paramos en Pecol donde,
como huésped en una casa particular, el obispo Luciani pasaba unos días de
descanso (eran los días en los que vivía el drama del cisma, provocado por él,
aunque involuntariamente, de Montaner). Recuerdo su amabilidad en el trato y su
menuda complexión, adelgazada aún más por una amplia y pobre sotana, como, en
aquellos años, la de cualquier sacerdote de montaña o de campo. ¡El hacerme
sacerdote, años después, encontró entonces su primer protector! No nos perdimos
de vista, aunque anduvimos en la vida por caminos diferentes.
A
mí me desagradaba, pues, y mucho más, que don Albino no fuera amado por los
sacerdotes, como me parecía que lo merecía. No, aparte de las proformas en las
que somos tan buenos a veces como sacerdotes, fue objeto de burla y de befa. Mi
paisano mons. Pietro Rizzardini dijo de él: "Los hombres quieren hacerlo
avanzar, pero Dios no"; el director de teología (mons. Nilo Tiezza) lo
llamaba irónicamente: "El hijo de la Bórtola"; el ilustre historiador
agordino (y, por tanto, paisano suyo) don Ferdinando Tamis hablaba mal de él.
Se burlaban por su voz débil y todavía recuerdo a ciertos superiores (vivos)
que se reían de él: "Cuando canta el Ave maris Stella, parece decir: Ave maris
stalla". Nunca, en cinco años de teología, se nos ha presentado, para
nuestros estudios, no digo un libro, ni siquiera un artículo de Luciani, como
si nada de los escritos de un futuro Papa pudiera beneficiarnos a nosotros los
futuros sacerdotes. Cuando, en enero de 1975, murió mons. Angelo Santin (que lo
había querido como vicerrector), se tiraron a la basura cajas enteras de sus
libros, incluidos los que, con afecto filial, don Albino le había enviado
(recogí algunos, que aprecio). Pero luego, en septiembre de 1978, cuando fue
elegido Papa, se cambió de actitud, por orden del obispo diocesano Gioacchino
Muccin, que dijo más o menos así: "Aunque conozcas algo menos hermoso,
ahora debes callar".
Elegido
Papa, Luciani ni siquiera en el Vaticano encontró un ambiente favorable.
Además, incluso antes, sabía bien de las inmundicias que se escondían, incluso
allí, bajo el disfraz de la santidad y la nobleza. Precisamente en aquellos
días Mino Pecorelli publicó una lista de adscritos a la logia masónica P2 y
terminó asesinado; entre los miembros (y sabemos que unirse a la masonería
implica la excomunión) había varios altos prelados, incluidos dos secretarios
de Estado del Vaticano, el cardenal francés Jean Villot y el piacentino (por lo
demás, excelente) Agostino Casaroli, amigo del obispo Maffeo Ducoli, que
sucedió a Muccin. Le sucedería, después de Pietro Brollo, aquel Vincenzo Savio
que actuaba como auxiliar del obispo de Livorno, Alberto Ablondi, que también
aparece en la lista de Pecorelli. La atención pública, entonces, se había dado
cuenta de inmediato, de la relación conflictiva entre Luciani y el arzobispo
Marcinkus, jefe del poderoso banco vaticano del IOR (Instituto para Obras de
Religión), que algún año antes había negado a Luciani un préstamo, que necesitaba,
invitándole a darse una vuelta por Roma, pues hacía un día estupendo.