Quien muere de hambre
es víctima de un asesinato
Por Pedro Trujillo
Una sociedad que deja morir de hambre a parte de sus integrantes no tiene sentido, consciencia ni conciencia. La vida en sociedad justifica su razón, precisamente, en la búsqueda de la seguridad, y concretamente en la evidenciada por Maslow en el primer peldaño de su pirámide: la supervivencia. Esa es la razón por la que la mayoría de las constituciones, en sus primeros artículos, recogen la protección a la persona, la seguridad, la solidaridad o la dignidad humana; la guatemalteca también: “Artículo 1: Protección a la Persona. El Estado de Guatemala se organiza para proteger a la persona y a la familia; su fin supremo es la realización del bien común”.
Sin embargo, la
realidad es que ocupamos el penúltimo puesto en América Latina en confrontar el
flagelo del hambre. De 116 países —el resto no se incluyen porque no tiene ese
problema— Guatemala es el número 79. Detrás, Venezuela, Haití y naciones
africanas. “Solo” hemos necesitado 201 años de independencia para conseguir
esos resultados. ¿No nos da vergüenza?
Seguramente le llame la atención y hasta se indigne al conocer los datos, pero pregúntese: ¿por qué no sabía de eso? La respuesta es muy simple: porque en todas las encuestas y sondeos —antes o después de procesos electorales— los problemas que afectan a la ciudadanía son la seguridad, la economía, el desempleo o la violencia. En ninguno de ellos he visto aflicción por la desnutrición, el hambre o la muerte de menores por esas circunstancias. No está en el imaginario social, es un problema invisible —o invisibilizado— excepto, naturalmente, en grupos afectados en los que sus integrantes mueren o quedan dañados de por vida.
El Índice de Hambre
Global 2021 recoge los datos indicados, pero también que la prevalencia en el
retraso en el crecimiento —proporción de personas que sufren una enfermedad con
respecto al total de la población en estudio— es del 22.2% en la población
menor de dos años y una media del 17% hasta los 20 años. Si hace los cálculos
sobre las cifras de población que ofrece el Instituto Nacional de Estadística
son más de 83 mil menores de dos años, a los que hay que agregar 1.4 millones
hasta los veinte; un 8.7% de jóvenes del total de la población del país, del
futuro. ¡Un millón y medio de niños y jóvenes padecen hambre o quedan
gravemente afectados, y el silencio duerme contemplándolos!
De nuevo han sido
fundaciones de empresas privadas y ONG las que luchan, con sus medios, para
reducir este flagelo, y con mayor éxito que los programas de gobierno, dicho
sea de paso. La deuda de 100 millones de dólares contraída hace unos años no ha
solucionado nada, pero tampoco parece importar demasiado que debamos pagarla
sin obtener resultados. Una especie de resignación a “lo Lula” cuando
manifestó: “si fuera fácil resolver el problema del hambre, no tendríamos
hambre”
Sin embargo, la pasada
semana se presentó uno de esos programas “Guatemaltecos por la Nutrición” de
Castillo Hermanos. Con medios móviles, fabricados específicamente para el
proyecto, pretenden organizar campamentos móviles cercanos a determinadas
poblaciones y atender ese problema, además de poder desplazarse a zonas
colindantes y extenderlo. Una solución más barata y efectiva que las políticas,
en el marco de ¡si se puede, pero cuando se quiere!
Es posible superar la
desidia gubernamental —y social— como demuestran programas y acciones privadas,
aunque da la sensación de que la miseria, la pobreza y el analfabetismo
alimentan determinadas corrientes políticas o permean a sus integrantes.
Una vez más el chavo
del 8 tenía razón: ¡Cuándo el hambre aprieta, la vergüenza afloja!