Cuando impera la ley de Herodes
Por Karin Slowing
¡El país se derrumba, el país se hunde, el país se sumerge entre las aguas! Tal parece que escribo una letanía apocalíptica, más que una columna de opinión. Descuiden, carezco de talento literario; pero, lamentablemente, esta frase describe en sentido cada vez más literal, ya no solo figurativo, lo que está ocurriendo en el territorio nacional y con una población cada vez más flagelada por sus captores; cada vez más vulnerable y cada vez más enajenada de su posibilidad de hacer algo para revertir esta trayectoria de fatalidad en la que nos han insertado. Es un hecho cotidiano escuchar a la gente pedir al cielo poder volver a casa luego de la jornada laboral. A ese nivel de incertidumbre hemos llegado nuevamente: Tener poca certidumbre de si se va a sobrevivir el día, si la tragedia tocará a la puerta y la libraremos. Llámese el evento pandemia; epidemia; huracán, tormenta, terremoto, deslave; o los más cotidianos: hambre, violencia, extorsiones, secuestros, desapariciones, accidentes de tránsito. Lo único certero es que vivimos en una sociedad sin Estado garante; donde la noción de procurar el “bien común” ha sido totalmente suplantada por el “sálvese quien pueda”.
Ya perdí la cuenta de
cuántos estados de calamidad se han emitido durante esta administración de
gobierno; algunos, definitivamente justificados; pero en otros, no queda más
remedio que concluir que su finalidad es generar oportunidades del negocio para
la economía del delito que se ha instalado y legitimado en el “mainstream” de
la conducta pública y del uso de los recursos públicos que aportamos todos los
ciudadanos con nuestros impuestos. La ley de Herodes penetra la gestión de
desastres: Es un incentivo perverso con el cual hay que romper: Hay desastre
(no importa de qué tipo), se decreta estado de calamidad, se intensifican los
ánimos unos días (fácil cuando corre la adrenalina en plena emergencia), se
hacen los negocios más relajadamente en el marco de ese decreto, se gastan los
fondos (a veces ya ni eso logran porque ya no da tiempo entre desastre y
desastre) y la gente damnificada de todas maneras queda a la deriva, más
vulnerable todavía de lo que ya estaba antes de que ocurriera el evento
socioambiental. ¡Ah, se me olvidaba, parte del proceso implica hacer la
evaluación de daños y pérdidas!, con la que desastres tras desastre nos
acompaña Cepal, pero que al final, solo queda para la memoria histórica pues
antes llega el nuevo desastre que emprenderse procesos de recuperación; así
que, corre y va de nuevo el asunto, configurando una espiral descendente que no
parece tener fin.
Eso sí, el Estado de Guatemala no falta a ninguna reunión ni cumbre internacional; firma todo y la pomposa delegación se toma la foto, mientras acá la gente se sume en el abismo, literalmente. Lo que había de institucionalidad preventiva lo acabaron; queda algo de reactiva, útil pero evidentemente insuficiente para el momento crítico, pero que no está hecha para afrontar los problemas de fondo y prevenir nuevas situaciones. Ninguno de los desastres que estamos viviendo, con excepción de la pandemia, nos debería tomar por sorpresa. De hecho, ni la pandemia, pues a Centroamérica llegó el bicho 3 meses después de los primeros casos en Wuhan, China; así que, mejor preparados sí pudimos estar.
El caso es que no hay
la actitud correcta en el Estado, y los incentivos perversos abundan como para
que la oligonarcocleptocracia quiera hacer algo para proteger la vida y los
bienes de las demás personas. Más bien, prefieren vivir de desastre en
desastre. No sólo aprovechan, sino que la tragedia entretiene, aflige y evita
señalamientos sobre los déficits estructurales que generan y se profundizan día
a día.