DIOS DE VIVOS
En aquel tiempo se
acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron:
Maestro, Moisés nos
dejó escrito: <<Si a uno se le muere su hermano dejando mujer, pero sin
hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano>>. Pues bien, había
siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero
se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió
la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer?
Porque los siete han estado casado con ella.
Jesús les contestó:
En esta vida, hombres y
mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección
de entre los muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles;
son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos,
el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor
<<Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob>>. No es Dios de
muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos (Lucas 20, 27-38).
¿ES RIDÍCULO ESPERAR EN DIOS?
Los saduceos no gozaban
de popularidad entre las gentes de las aldeas. Era un sector compuestos por
familias ricas pertenecientes a la élite de Jerusalén, de tendencia conservadora,
tanto en su manera de vivir la religión como en su política de buscar un
entendimiento con el poder de Roma. No sabemos mucho más.
Lo que podemos decir es
que <<negaban la resurrección>>. No les preocupaba la vida más allá
de la muerte. A ellos le iba bien en esta vida. ¿Para qué preocuparse de más?
Para asegurar la continuidad del nombre, el honor y la herencia a la rama masculina
de aquellas poderosas familias saduceas de Jerusalén.
Es de lo único que
entienden.
Jesús critica su visión
de la resurrección. La fe de Jesús en la otra vida no consiste en algo tan
irrisorio: <<El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob no es un Dios de
muertos, sino de vivos>>. Jesús no puede ni imaginarse que a Dios se le
vayan muriendo sus hijos; Dios no vive por toda la eternidad rodeado de
muertos.
Cuando se vive de
manera frívola y satisfecha, disfrutando del propio bienestar y olvidando a quienes
viven sufriendo, es fácil pensar solo en esta vida.
Cuando se comparte un
poco el sufrimiento de las mayorías pobres, las cosas cambian.
A DIOS NO SE LE MUEREN
SUS HIJOS
Antes que nada, Jesús
rechaza la idea pueril de los saduceos, que imaginan la vida de los resucitados
como prolongación de esta vida que ahora conocemos.
Hay una diferencia radical
entre nuestra vida terrena y esa vida plena. Esa Vida es absolutamente
<<nueva>>
Por una parte, el cielo
es una <<novedad>> que está más allá de cualquier experiencia terrena,
pero, por otra, es una vida <<preparada>> por Dios para el
cumplimiento pleno de nuestras aspiraciones más hondas.
Jesús saca su propia
conclusión, haciendo una afirmación decisiva para nuestra fe: <<Dios no
es un Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos>>.
Dios es fuente inagotable de vida.
Cuando nosotros los
lloramos porque los hemos perdido en esta tierra, Dios los contempla llenos de
vida porque los ha acogido en su amor de Padre.
Según Jesús, la unión
de Dios con sus hijos e hijas no puede ser destruida por la muerte. Su amor es
más fuerte que nuestra extinción biológica. Por eso, con fe humilde nos
atrevemos a invocarlo: <<Dios mío, en ti confío. No quede yo defraudado>>(Salmo
25, 1-2).
AMIGO DE LA VIDA
<<Dios es amigo
de la vida>>. Esta era una de las convicciones básicas de Jesús. Jesús no
se puede ni imaginar que a Dios se le vayan muriendo sus criaturas. Dios es
fuente inagotable de vida. Dios crea a los vivientes, los cuida, los defiende,
se compadece de ellos y rescata su vida del pecado y de la muerte.
Probablemente Jesús no
leyó nunca el libro de la Sabiduría, escrito hacia el año 5o antes de Cristo en
Alejandría. Su mensaje acerca de Dios recuerda una página inolvidable de este
sabio judío que escribe así: <<Amas a todos los seres y no aborreces nada
de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado.
¿Cómo conservarían su existencia si tú no lo hubieras creado? Pero tú perdonas
a todos porque son tuyos, Señor, amigo de la vida>> (Sabiduría 11, 23-
26).
Dios es amigo de la
vida. Por eso se compadece de todos los que no saben o no pueden vivir de
manera digna.
¿Cómo no amamos con más
pasión la creación entera? ¿Por qué no cuidamos y defendemos con más fuerza la
vida de todos los seres de tanta depredación y agresión? ¿Por qué no nos compadecemos
de tantos <<excluidos>> para los que este mundo no es su casa? ¿Cómo
podemos seguir pensando que nuestro bienestar es más importante que la vida de tantos
hombres y mujeres que se sienten extraños y sin sitio en esta Tierra creada por
Dios para ellos?.
Es increíble que no
captemos lo absurdo de nuestra religión cuando cantamos al Creador y Resucitador
de la vida y, al mismo tiempo, contribuimos a generar hambre, sufrimiento y degradación
de sus criaturas.
¿POR QUÉ HEMOS DE MORIR?
¿Por qué hemos de
morir, si desde lo más hondo de nuestro ser nos sentimos hechos para vivir? No
es difícil de entender la actitud, hoy bastante generalizada, de vivir sin
pensar en la <<otra vida>>. ¿Para qué, si solo estamos seguros de
esta?
Sin duda, esta vida
finita encierra un gran valor. Es muy grande vivir, aunque solo sea unos años.
Es muy grande amar, gozar, crear un hogar, luchar por un mundo mejor. Pero hay
algo que, honradamente, no podemos eludir: la verdad última de todo proceso
solo se capta en profundidad desde el final. Así lo afirma la ciencia en todos
los campos.
Si lo último que nos
espera a todos y cada uno es la nada, ¿qué sentido último pueden tener nuestros
trabajos, esfuerzos y progresos?, ¿qué decir de los que han muerto sin haber disfrutado
de felicidad alguna?, ¿cómo hacer justicia a quienes han muerto por
defenderla?, ¿y qué esperanza puede haber para nosotros mismos, que no tardaremos
en desaparecer de esta vida sin haber visto cumplidos nuestros deseos de
felicidad y plenitud?.
Desde los límites y la
oscuridad de la razón humana, los creyentes nos abrimos con confianza al
misterio de Dios. La invocación del salmista lo dice todo: <<Dios mío, en
ti confío, no quede yo defraudado>> (Salmo 25, 1-2).
Lo único que sostiene
al creyente es su fe en el poder salvador de ese Dios que, según Jesús,
<<no es Dios de muertos, sino de vivos>>. Dios no es solo el creador
de la vida; es el resucitador que la lleva a su plenitud.
AMOR Y FIESTA
Nuestra plenitud final
está más allá de cualquier experiencia terrena, aunque la podemos evocar,
esperar y anhelar como el fascinante cumplimiento en Dios de esta vida que hoy
alienta en nosotros.
El amor es la
experiencia más honda y plenificadora del ser humano. Poder amar y ser amado de
manera íntima, plena, libre y total: esa es nuestra aspiración más radical. Si
el cielo es algo ha de ser experiencia plena de amor: amar y ser amados, conocer
la comunión gozosa con Dios y con las criaturas, experimentar el gusto de la amistad
y el éxtasis del amor en todas sus dimensiones.
Pero <<donde se
goza el amor nace la fiesta>>. Solo en el cielo se cumplirán plenamente
esas palabras de San Ambrosio de Milán.
Conoceremos <<la
fiesta del amor reconciliador de Dios>>. La fiesta de una creación sin
muerte, rupturas y dolor, la fiesta de la amistad entre todos los pueblos,
razas, religiones y culturas; la fiesta de las almas y los cuerpos; la plenitud
de la creatividad y la belleza; el gozo de la libertad total.
AMOR Y FIESTA
Nuestra plenitud final
está más allá de cualquier experiencia terrena, aunque la podemos evocar,
esperar y anhelar como el fascinante cumplimiento en Dios de esta vida que hoy
alienta en nosotros.
El amor es la
experiencia más honda y plenificadora del ser humano. Poder amar y ser amado de
manera íntima, plena, libre y total: esa es nuestra aspiración más radical. Si
el cielo es algo ha de ser experiencia plena de amor: amar y ser amados, conocer
la comunión gozosa con Dios y con las criaturas, experimentar el gusto de la amistad
y el éxtasis del amor en todas sus dimensiones.
Pero <<donde se
goza el amor nace la fiesta>>. Solo en el cielo se cumplirán plenamente
esas palabras de San Ambrosio de Milán.
Conoceremos <<la
fiesta del amor reconciliador de Dios>>. La fiesta de una creación sin
muerte, rupturas y dolor, la fiesta de la amistad entre todos los pueblos,
razas, religiones y culturas; la fiesta de las almas y los cuerpos; la plenitud
de la creatividad y la belleza; el gozo de la libertad total.
Los cristianos miramos
poco al cielo. No sabemos levantar nuestra mirada más allá de lo inmediato de
cada día. No nos atrevemos a esperar mucho de nada ni de nadie, ni siquiera de ese
Dios revelado como Amor infinito y salvador en Cristo resucitado. Se nos olvida
que Dios <<no es un Dios de muertos, sino de vivos>>. Un Dios que
solo quiere una vida dichosa y plena para todos y por toda la eternidad.
José Antonio Pagola
Colaboración de Juan García de Paredes.