EL BAUTISMO DE JESÚS
Fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba
disuadirlo diciéndole:
Soy yo el que necesito
que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?
Jesús le contestó:
Déjalo ahora. Está bien
que cumplamos así todo lo que Dios quiere.
Entonces Juan se lo
permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el
Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz
del cielo que decía: <Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto> (Mateo 3,13-17).
EXPERIMENTAR A DIOS COMO PADRE
Jesús vive y siente a
Dios como Padre. Nunca le invoca como rey o señor, sino como <padre> (abbá).
Se confía al misterio de Dios como un hijo querido. Esa es la primera actitud
cristiana ante Dios.
Esta experiencia de Dios como padre querido no le encierra a Jesús en una piedad individualista y excluyente. Ese Padre es el Dios de todos los pueblos, el Padre cariñoso de todas sus criaturas. Jesús lo llama <Padre del cielo>, porque no está ligado a un lugar sagrado ni pertenece a un pueblo o a una raza concreta. No cabe en ninguna religión. Es Dios de todos, incluso de quienes lo olvidan. <Él hace salir el sol sobre buenos y malos>.
Tampoco se encierra Jesús en una experiencia egocéntrica de Dios. No lo busca para liberarse de sus miedos, compensar sus vacíos o desarrollar sus fantasías religiosas.
Lo único que busca es
que la justicia, la misericordia y la bondad de ese Padre se contagie a todos,
y la humanidad pueda conocer una vida más digna y más propia de hijos e hijas
de Dios.
El Dios que nos muestra
Jesús no está interesado, en primer término, en qué pensamos de él o cómo le
experimentamos, sino en cómo nos comportamos con los que sufren.
Vivimos realmente como
hijos e hijas de Dios cuando reaccionamos como hermanos ante quienes no pueden
disfrutar de una vida digna.
EL ESPÍRITU BUENO DE
DIOS
Jesús no actúa por
aquellas aldeas de Galilea de manera arbitraria ni movido por cualquier
interés. Los evangelios dejan claro desde el principio que Jesús vive y actúa
movido por <el Espíritu de Dios>.
No quieren que se le
confundan con cualquier <maestro de la ley>, preocupado por introducir
más orden en el comportamiento de Israel. No quieren que se le identifique con un
falso profeta, dispuesto a buscar un equilibrio entre la religión del templo y
el poder de Roma.
Los evangelistas
quieren, además, que nadie lo equipare con el Bautista. Jesús es <el Hijo
amado> de Dios. Sobre él <desciende> el Espíritu de Dios. Solo él
puede <bautizar> con Espíritu
Santo.
El <Espíritu de Dios>, según la
tradición bíblica, es el aliento de Dios, que crea y sostiene la vida entera.
La fuerza que Dios posee para renovar y transformar a los vivientes. Su energía
amorosa que busca siempre lo mejor para sus hijos e hijas.
Por eso Jesús se siente
enviado no a condenar, destruir o maldecir, sino a curar, construir y bendecir.
Las primeras generaciones cristianas tenían muy claro lo que había sido Jesús.
<Ungido por Dios con
el Espíritu Santo… pasó por la vida haciendo el bien y curando a todos los
oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él >. (Hechos de los
Apóstoles 10,38).
¿Qué <espíritu>
nos anima hoy a los seguidores de Jesús?
¿Cuál es la <pasión>
que mueve a su Iglesia? ¿Cuál es la <mística> que hace vivir y actuar a
nuestras comunidades?
¿Qué estamos poniendo en el mundo? Si el Espíritu de Jesús está en nosotros, viviremos <curando> a oprimidos, deprimidos o reprimidos por el mal.
EXPERIENCIA PERSONAL
El encuentro con Juan
Bautista fue para Jesús una experiencia que dio un giro a su vida. Después del
bautismo del Jordán, Jesús no vuelve ya a su trabajo de Nazaret; tampoco se
adhiere al movimiento del Bautista. Su vida se centra ahora en un único objetivo:
gritar a todos la Buena Noticia de un Dios que quiere salvar al ser humano.
Jesús vive algo más
profundo. Se siente inundado por el Espíritu del Padre. Se reconoce a sí mismo
como Hijo de Dios. Su vida consistirá en adelante en irradiar y contagiar ese
amor insondable de un Dios Padre.
Esta experiencia de
Jesús encierra también un significado para nosotros. La fe es un itinerario
personal que cada uno hemos de recorrer. Es muy importante, sin duda, lo que
hemos escuchado desde niños a nuestros padres y educadores. Es importante lo que
oímos a sacerdotes y predicadores. Pero, al final, siempre hemos de hacernos
una pregunta: ¿en quién creo yo? ¿Creo en Dios o creo en aquellos que me hablan
acerca de él?
No hemos de olvidar que
la fe es siempre una experiencia personal que no puede ser reemplazada por la
obediencia ciega a lo que nos dicen otros. Desde fuera nos pueden orientar
hacia la fe, pero soy yo mismo quien he de abrirme a Dios de manera confiada.
Por eso, la fe no
consiste tampoco en aceptar, sin más, un determinado conjunto de fórmulas. Ser
creyente no depende primordialmente del contenido doctrinal que se recoge en un
catecismo. Todo eso es muy importante, sin duda, para configurar nuestra visión
cristiana de la existencia. Pero, antes que eso y dando sentido a todo eso está
ese dinamismo interior que, desde dentro, nos lleva a amar, confiar y esperar
siempre en el Dios revelado en Jesucristo.
La fe no es tampoco un
capital que recibimos en el bautismo y del que luego podemos disponer
tranquilamente. No es algo adquirido en propiedad para siempre. Ser creyente es
vivir permanentemente a la escucha del Dios encarnado en Jesús, aprendiendo a
vivir día a día de manera más plena y liberada.
Esta fe no está hecha
de certezas. A lo largo de la vida, el creyente vive muchas veces en la
oscuridad. Como decía aquel gran teólogo que fue Romano Guardini, <fe es
tener suficiente luz como para soportar las oscuridades>.
La fe está hecha, sobre
todo, de fidelidad. El verdadero creyente sabe creer en la oscuridad lo que ha
visto en momentos de luz.
Siempre sigue buscando
a ese Dios que está más allá de todas nuestras fórmulas u oscuras.
Lo decisivo es la
fidelidad al Dios que se nos va manifestando en su Hijo Jesucristo.
RENOVAR EL BAUTISMO
En las primeras
comunidades cristianas se habla del <bautismo de agua> practicado por el
Bautista y del <bautismo del Espíritu> introducido por Jesús. Por eso, al
bautizarse, no lo hacían para para convertirse en discípulos de Juan Bautista,
sino para significar su adhesión al evangelio, su apertura al Espíritu de Jesús
y su entrada en la comunidad creyente.
Naturalmente, el
bautismo era normalmente la culminación de todo un proceso de conversión, y
venía a expresar, de manera viva, la aceptación consciente y responsable de la
fe cristiana.
Hoy no es así. Nosotros hemos sido bautizados a los pocos días de nuestro nacimiento, sin posibilidad alguna de que el bautismo fuera un gesto personal nacido de nuestra propia decisión.
Sin duda tiene un hondo
significado en la familia creyente, que desea ver a su hijo integrado en la
comunidad cristiana.
Sin embargo, y por
legítima que sea esta costumbre multisecular, es evidente que implica graves
riesgos si no adoptamos una postura responsable.
El bautismo que
recibimos de niños está exigiendo de nosotros, los adultos, una confirmación en
la fe, una ratificación personal.
Sin ella, nuestro
bautismo queda incompleto, como signo vacío de contenido responsable, como
llamada sin eco ni respuesta verdadera.
ESCUCHAR LA PROPIA
VOCACIÓN
Los relatos evangélicos
no se detienen demasiado en la descripción del bautismo de Jesús. Dan más
importancia a la experiencia vivida por él en aquella hora, y que es, sin duda,
determinante para su actuación futura.
Podemos decir que la
hora del bautismo ha sido para Jesús el momento privilegiado en el que ha
experimentado su vocación profética: ha sido consciente de vivir poseído por el
Espíritu del Padre, y ha escuchado la llamada a anunciar a sus hijos e hijas un
mensaje de salvación.
Tarde o temprano, todos nos tenemos que preguntar cuál es la razón última de nuestro
vivir diario y para qué comenzamos un nuevo día cada amanecer.
Sencillamente, saber
que nuestra pequeña vida puede tener un sentido para los demás, y que nuestro
vivir diario puede ser vida para alguien.
No se trata tampoco de
escuchar un día una llamada definitiva. El sentido de la vida hay que descubrirlo
a lo largo de los días, mañana tras mañana.
Vivimos con frecuencia
un ritmo de vida, trabajo y ocupaciones que nos aturde, distrae y deshumaniza.
Hacemos muchas cosas a lo largo de la vida, pero ¿sabemos exactamente por qué y
para qué?
Nos movemos constantemente
de un lado para otro, pero ¿sabemos hacia dónde caminar? Escuchamos muchas
voces, consignas y llamadas, pero ¿somos capaces de escuchar la voz del
Espíritu, que nos invita a vivir con fidelidad nuestra misión de cada día?
José Antonio Pagola
Colaboración de Juan García de Paredes.