Francisco desmitificó
el papado, lo volvió simple, callejero, a la mano, con el lenguaje que todos
entienden. Le puso la mística del amor de Dios y de la fraternidad, pero
terminó de quitarle todo halo de misterio, rareza, poder inaccesible. Alguien
diría que esto es suicida, porque así se expuso a que los propios católicos que
no coinciden con él lo destraten groseramente en sus blogs. Hasta lo tratan de
hereje o falso papa. Son cosas que poco tiempo atrás, si alguien las decía, le
valían inmediatamente una medida canónica extrema. Pero estos que lo condenan
por hereje, al mismo tiempo le exigen que él condene a los obispos y a los
teólogos por ciertos “errores doctrinales”, cosa que él no hace. No terminan de
aceptar que el papado pierda ese carácter de juez todopoderoso y controlador.
Para colmo a Francisco se le ocurre decir: “¿Quién soy yo para juzgar?”.
Con su estilo de vida
cercano, simple, opinando con libertad y sin dar excesiva importancia a sus
propias opiniones, acercó el papado a aquella sencillez del primer papa, Pedro,
el pescador de Galilea. No podemos negar que esto tiene mucho que ver con la
Argentina que lo nutrió. A la mayoría de los argentinos no nos desvelan los
títulos de nobleza, nos cae mal quien pretende darse aires de poderoso o
sabelotodo, nos gusta el trato llano, el mate compartido, la libertad para
hablar.
Pero también es muy argentina la marca de los inmigrantes que llegaron, y Bergoglio alberga un espíritu piamontés, de gente trabajadora, esforzada, persistente. Le gusta levantarse muy temprano, se toma pocos descansos, no se obsesiona por darse gustos y lleva una vida austera y empeñada en grandes objetivos. Por eso mismo ha dicho contundentemente que “no hay peor indignidad que la que priva de la dignidad del trabajo”. Es curioso cómo han manipulado sus enseñanzas hasta llegar a decir que él fomenta la vagancia.
Así pasamos a un gran
drama de nuestra patria, sobre todo en la última década: arrojar todo al
torbellino devorador de la grieta. Juzgar todo con el tamiz de nuestra propia
opción política, hasta el punto que le exigimos al Papa que sólo diga lo que
pueda ser útil a los propios intereses ideológicos. Si no, a voltearlo. Esta es
una de las razones por las cuales será difícil una visita suya a nuestro país y
a otros, como España, que viven situaciones semejantes.
Francisco, que no deja
de hablar de un Dios que ama y que espera, de un Cristo que salva y siempre da
una nueva oportunidad, por eso mismo se ha convertido en un profeta de la dignidad
humana. Quizás este sea el tema central de su mensaje: esa dignidad, más allá
de cualquier circunstancia, ya que todo ser humano tiene un valor infinito por
el inmenso amor de Dios que lo sostiene. Entonces defiende a los inmigrantes,
pide por la vida digna de los presos, rechaza la pena de muerte, da voz a los
más descartados y abandonados, temas que no son políticamente correctos y que
tocan algunos intereses.
A las palabras suma
gestos que ya conocemos: su primera visita a Lampedusa, sus almuerzos con gente
que duerme en la calle, sus llamadas telefónicas a las personas más olvidadas
del planeta, sus viajes a países que nadie conoce, y todo para decir: donde hay
un ser humano olvidado o despreciado hay un tesoro, y allí quiero estar yo.
Si hay una madre
desesperada, que huye de la explotación sexual y la miseria en una balsa, con
tres hijos en la espalda, ¿tiene sentido exigirle a Francisco que la mande de
vuelta a su tierra, que sostenga un mensaje antiinmigratorio, más aún, que la
condene a la indigencia sólo porque nació más allá de una línea fronteriza?
¿Tendría sentido que él se una al mensaje de mandar a todos los presos al
paredón, sobre todo si son negros? ¿O pedirle que expulse de nuevo a la
intemperie a esa familia con niños pequeños que construyó donde pudo un
cuartito de cuatro chapas para pasar el invierno?
En cambio sí lo podemos
escuchar condenando a los traficantes de seres humanos que los arrojan al mar,
o a los mafiosos que lucran con la toma de tierras. Pero pretender que dedique
su tiempo a defender a los poderosos sería inútil. Mejor aceptémoslo como es,
intentemos recoger el aporte de su pensamiento y de su hermoso testimonio, y
así nos quedará siempre el cariñoso recuerdo de haber tenido un papa argentino.
Sentiremos que era nuestra esa voz que resonaba en este mundo oscuro, violento
y egoísta invitando a levantar la cabeza para reconocer al otro. ¡Felices 10
años nuestro viejo querido!
*El autor es el arzobispo de La Plata