Enrique Martínez Lozano
Domingo XVII del Tiempo
Ordinario
Mt 13, 44-52
Seamos o no conscientes
de ello, existir implica buscar, por más que, en ese recorrido, puedan darse
todo tipo de actitudes, que van desde la apatía escéptica hasta la pasión
ansiosa o la desesperanza.
De entrada, nos
percibimos como seres que se definen por su necesidad y su carencia, por lo que
empezamos dirigiendo nuestra búsqueda hacia el exterior: tiene que haber
“algo”, en algún lugar, que colme mi necesidad y sacie mi anhelo. Y ahí, según
las situaciones y condiciones de cada cual, se abre todo un abanico de
opciones, en las que proyectamos la respuesta ansiada.
Sin embargo, toda esa
búsqueda acabará en frustración, ya que, aun sin advertirlo, nos habíamos
equivocado de dirección: no hay nada “ahí afuera” capaz de saciar nuestro
anhelo.
Esto explica que,
llegados a un momento determinado, tras haber padecido alguna que otra
frustración y atravesado alguna que otra crisis, nos preguntemos si no será
necesario cambiar la mirada, dirigiéndola hacia nuestro interior. En ese
momento es cuando iniciamos el llamado “camino espiritual” (o, simplemente,
profundo). Es el camino de “vuelta a casa”.
Lo que sucede es que la
dinámica de ese camino se va a ver modificada de manera sustancial. Tal vez,
aunque sea en nuestro interior, todavía sigamos buscando, en la creencia
errónea de que el “tesoro” es algo diferente a lo que ya somos. De nuevo, serán
necesarias frustraciones y crisis, hasta llegar a comprender que, en lo
profundo, somos ya eso que andamos buscando.