En la Iglesia ¿caben todos?
Consuelo Vélez
El papa Francisco se
dirigió a los jóvenes de la Jornada Mundial de la Juventud con sencillez,
claridad y cercanía. A algunos no les gustó esa espontaneidad, incluso
criticaron que “no leyera” sus homilías y hablara directamente, mirando a su
auditorio, logrando esa conexión que surge de quien no pretende “dar cátedra”
sino comunicar un mensaje en el que cree y lo ofrece sin otras pretensiones.
Sin duda, Francisco sigue rompiendo esos esquemas rígidos, solemnes y
doctrinales que han marcado la vida de la Iglesia a lo largo de la historia.
Más de un clérigo tiene que hacer todo un equilibrio de justificaciones para
acomodarse a ese estilo que no le parece adecuado, pero que necesita hacerlo
para no parecer que no está en comunión con el Papa. Ahora bien, no solo hay
clérigos con esa dificultad. También hay una porción de laicado que tampoco
sintoniza con ese estilo porque en su formación cristiana se les ha insistido
en la rigidez, tradicionalismo y muchas otras formas prácticamente
“prevaticanas”, haciéndoles creer que corresponden a la “auténtica” doctrina.
Se podrían comentar
varios aspectos del mensaje de Francisco a los jóvenes, pero quiero detenerme
en este: “En la Iglesia hay espacio para todos y, cuando no haya, por favor,
esforcémonos para que haya, también para el que se equivoca, para el que cae,
para el que le cuesta. Porque la Iglesia es, y deber ser cada vez más, esa casa
donde resuena el eco de la llamada que Dios dirige a cada uno por su nombre. El
Señor no señala con el dedo, sino que abre sus brazos; nos lo muestra Jesús en
la cruz. Él no cierra la puerta, sino que invita a entrar; no aleja, sino que
acoge”. Estas palabras van en sintonía con el énfasis que ha puesto, a lo largo
de su pontificado, en la misericordia que debe ser la carta de presentación de
los cristianos y en aquello de que la Iglesia no es para los puros sino para
los pecadores, no es una aduana sino una casa para todos.
Esa afirmación, tan
propia de la Buena Noticia del Reino, no es fácil vivirla en el día a día. Tal
vez una de las realidades más difíciles de asumir es la diversidad sexual
frente a la cual el Papa ha dicho que “quién es Él para juzgar”, sin que esto
suponga un mayor avance en las iglesias locales. En algunos templos se tienen
grupos en los que sus integrantes son personas LGTBIQ+ y mantienen una pastoral
dirigida a esa población. Pero, en muchos casos, se acepta mientras estén así,
en grupos separados, no integrados a la comunidad parroquial. Además, cuando se
habla de estas realidades, sea en la parroquia e incluso en los ámbitos
académicos católicos, siguen siendo realidades excluidas, llenas de prejuicios
y, lo que es más grave, de desinformación y de discursos ideológicos para
fundamentar el rechazo del que deben ser objeto.
Otro tema en el que
tampoco es fácil vivir esa inclusión de todos en la Iglesia, es la
incorporación de los guerrilleros, paramilitares, delincuentes, etc., una vez
se han sometido a un proceso de paz. En Colombia esto es evidente. Quienes más
se oponen a estos procesos son los que se consideran más involucrados con la
vida eclesial y se glorían por sus buenas obras o sus donaciones a la Iglesia.
Conocemos bien cómo hubo tanto rechazo al proceso de paz con la Farc y, como
hoy, sigue el rechazo -casi visceral- frente a todas las propuestas que
implican el diálogo y los esfuerzos por una reconciliación y un nuevo comienzo.
Hace poco, escuchando a personas que se dicen muy creyentes y que atacaban
todos los esfuerzos por la construcción de la paz, exigiendo el castigo
inmisericorde sobre los que han hecho mal a la sociedad, les pregunte: y si los
cristianos no apoyamos esos procesos ¿quién los puede apoyar?¿no es este el
mensaje del evangelio? ¿no nos enseñó Jesús que Dios es el Padre misericordioso
que hace fiesta porque el hijo que pidió su herencia -eso significaba en el
contexto judío, desear la muerte del padre- y la malgastó, volvió a la casa? La
respuesta que me dieron fue igualita a la del Hijo mayor de la parábola: “ahora
que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has
matado para él el novillo cebado” (Lc 15, 30); es decir, se enfadan de que se
busquen otras salidas -diferentes a la confrontación armada-, para construir la
paz.
Y así podríamos continuar los ejemplos en que lo de la inclusión verdadera de todos, todas (y todes -aunque a tanta gente -incluidos creyentes- le molesta eso del lenguaje inclusivo), es una bonita idea que pocos se esfuerzan por llevar a la práctica. Sigue existiendo el racismo de muchas formas, el clasismo, el etnocentrismo, el colonialismo, el machismo y, como define la filósofa española Adela Cortina, “la aporofobia” (odio a los pobres) que hace más inalcanzable la inclusión cuando a las anteriores realidades se añade el que estas personas son pobres.
El Papa hizo que los
jóvenes repitieran que en la Iglesia caben “todos, todos, todos” pero ese
mensaje no fue solo para ellos. Convendría que cada uno se pregunte su
disponibilidad para esa acogida sin límite, ni medida. Este sería un testimonio
creíble, en estos tiempos, en los que la palabra de la Iglesia ya no parece
resonar en muchos ambientes. De ahí que, redoblar en “testimonio” no es solo
algo necesario, sino urgente.
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