El Papa de la primaveraFrancisco: "Dorothy Day nos confirma que la Iglesia crece por atracción, no por proselitismo"
Prefacio de la autobiografía
'Encontré a Dios a través de sus pobres. Del ateísmo a la fe: mi camino
interior'
La autobiografía de
Dorothy Day
"Una mujer libre,
Dorothy Day, capaz de no esconder lo que no teme definir "¡errores de los
eclesiásticos!", pero que admite que la Iglesia tiene que ver directamente
con Dios, porque es suya, no nuestra, la ha querido Él, no nosotros, es su
instrumento, no algo de lo que podamos servirnos"
"Creyentes y no creyentes son aliados en la promoción de la dignidad de toda persona cuando aman y sirven al más abandonado de los seres humanos"
Papa Francisco
La vida de Dorothy Day,
tal como ella nos la cuenta en estas páginas, es una de las posibles
confirmaciones de lo que el Papa Benedicto XVI ya ha sostenido con vigor y que
yo mismo he recordado en varias ocasiones: "La Iglesia crece por
atracción, no por proselitismo". El modo en que Dorothy Day cuenta su
acercamiento a la fe cristiana atestigua que no son los esfuerzos humanos ni
las estratagemas los que acercan a las personas a Dios, sino la gracia que
brota de la caridad, la belleza que brota del testimonio, el amor que se
convierte en hechos concretos.
Toda la historia de
Dorothy Day, esta mujer estadounidense comprometida toda su vida con la
justicia social y los derechos de las personas, especialmente de los pobres,
los trabajadores explotados y los marginados por la sociedad, declarada Sierva
de Dios en el año 2000, es un testimonio de lo que ya afirmaba el Apóstol
Santiago en su Carta: "Pruébame tu fe sin obras, y yo te probaré por las
obras mi fe" (2,18).
Quisiera destacar tres elementos que emergen de las páginas autobiográficas de Dorothy Day como valiosas lecciones para todos en nuestro tiempo: la inquietud, la Iglesia, el servicio.
Dorothy es una mujer inquieta: cuando vive su camino de adhesión al cristianismo es joven, aún no ha cumplido los treinta, hace tiempo que ha abandonado la práctica religiosa, que le había parecido, como señala su hermano, a quien dedica este libro, algo "morboso". En cambio, creciendo en su propia búsqueda espiritual, llega a considerar la fe y a Dios no como un "parche", por utilizar una famosa definición del teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer, sino como lo que realmente debería ser, es decir, la plenitud de la vida y la meta de la propia búsqueda de la felicidad. Dorothy Day escribe: "La mayoría de las veces los destellos de Dios me llegaban cuando estaba sola. Mis detractores no pueden decir que fue el miedo a la soledad y al dolor lo que me hizo volverme hacia Él. Fue en esos pocos años en los que estaba sola y rebosante de alegría cuando le encontré. Finalmente le encontré a través de la alegría y el agradecimiento, no a través del dolor".
Aquí, Dorothy Day nos
enseña que Dios no es un mero instrumento de consuelo o de alienación para el
hombre en la amargura de sus días, sino que colma en abundancia nuestro deseo
de alegría y realización. El Señor anhela corazones inquietos, no almas
burguesas que se contentan con lo existente. Y Dios no quita nada al hombre y a
la mujer de todos los tiempos, ¡sólo da el céntuplo! Jesús no vino a proclamar
que la bondad de Dios constituye un sustituto del ser hombre, nos dio en cambio
el fuego del amor divino que lleva a cumplimiento todo lo bello, verdadero y
justo que habita en el corazón de cada persona. Leer estas páginas de Dorothy
Day y seguir su itinerario religioso se convierte en una aventura que hace bien
al corazón y puede enseñarnos mucho para mantener viva en nosotros una imagen
verdadera de Dios.
Dorothy Day, en segundo
lugar, reservó hermosas palabras para la Iglesia católica, que a ella,
procedente y perteneciente al mundo del empeño social y sindical, a menudo le
parecía estar del lado de los ricos y de los terratenientes, no pocas veces
insensibles a las exigencias de esa verdadera justicia social e concreta igualdad
en la que -nos recuerda la misma Day- son ricas tantas páginas del Antiguo
Testamento. A medida que crecía su adhesión a las verdades de fe, también lo
hacía su consideración de la naturaleza divina de la Iglesia católica. No con
una mirada de fideísmo acrítico, casi de defensa de oficio de su propio nuevo
"hogar" espiritual, sino con una actitud honesta e iluminada, que
sabía discernir en la vida misma de la Iglesia un elemento de irreductible vínculo con el misterio, más
allá de las muchas y repetidas caídas de sus miembros.
Dorothy Day señala:
'Los mismos ataques dirigidos contra la Iglesia me demostraron su divinidad.
Sólo una institución divina podría haber sobrevivido a la traición de Judas, a
la negación de Pedro, a los pecados de los muchos que profesaban su fe, que
deberían haber cuidado de sus pobres'. Y, en otro pasaje del texto, afirma:
"Siempre he pensado que las fragilidades humanas, los pecados y la
ignorancia de quienes han ocupado altos cargos a lo largo de la historia no han
hecho sino demostrar que la Iglesia debe ser divina para perdurar a través de
los tiempos. Yo no habría culpado a la Iglesia de lo que consideraba errores de
los clérigos".
¡Qué maravilla oír
tales palabras de una gran testigo de la fe, de caridad y de esperanza en el
siglo XX, el siglo en que la Iglesia fue objeto de críticas, aversiones y
abandonos! Una mujer libre, Dorothy Day, capaz de no esconder lo que no teme
definir "¡errores de los eclesiásticos!", pero que admite que la
Iglesia tiene que ver directamente con Dios, porque es suya, no nuestra, la ha
querido Él, no nosotros, es su instrumento, no algo de lo que podamos
servirnos. Esta es la vocación y la identidad de la Iglesia: una realidad
divina, no humana, que nos lleva a Dios y con la cual Dios puede llegar a
nosotros.
Por último, el
servicio. Dorothy Day ha servido a los demás toda su vida. Incluso antes de
llegar a la fe de forma completa. Y este ponerse a disposición, a través de su
trabajo como periodista y activista, se convirtió en una especie de "autopista"
con la que Dios tocó su corazón. Y es ella misma quien recuerda al lector cómo
la lucha por la justicia es una de las formas en las que, incluso sin saberlo,
cada persona puede hacer realidad el sueño de Dios de una humanidad
reconciliada, en la que la fragancia del amor supere el nauseabundo olor del
egoísmo. Las palabras de Dorothy Day son muy esclarecedoras al respecto:
"El amor humano en su máxima expresión, desinteresado, luminoso, que
ilumina nuestros días, nos permite vislumbrar el amor de Dios por el hombre. El
amor es lo mejor que nos es dado conocer en esta vida". Esto nos enseña
algo verdaderamente instructivo incluso hoy: creyentes y no creyentes son
aliados en la promoción de la dignidad de toda persona cuando aman y sirven al
más abandonado de los seres humanos.
Cuando Dorothy Day
escribe que el lema de los movimientos sociales para los trabajadores de su
tiempo era "problema de uno, problema de todos", me ha recordado una
famosa frase que Don Lorenzo Milani, el sacerdote de Barbiana cuyo centenario
de nacimiento se conmemora este año, hace decir al protagonista de Carta a una
profesora: "He aprendido que el problema de los demás es el mismo que el
mío. Salir de él todos juntos es política. Salir de él solo es avaricia'. Por
tanto, el servicio debe convertirse en política: es decir, en opciones
concretas para que prevalezca la justicia y se salvaguarde la dignidad de cada
persona. Dorothy Day, a quien quise recordar en mi discurso al Congreso de los
Estados Unidos durante mi viaje apostólico de 2015, es un estímulo y un ejemplo
para nosotros en este arduo pero fascinante camino.