El Papa, en la Jornada mundial de los pobres: “La pobreza es un escándalo. Cuando el Señor vuelva nos pedirá cuenta”
José Manuel Vidal
“La pobreza es un
escándalo. Cuando el Señor vuelva nos pedirá cuenta”, clamó el Papa Francisco
en la Jornada mundial de los pobres, que se han convertido en una de las señas
de identidad de su pontificado. Hay un antes y un después para los pobres en la
Iglesia tras el pontificado de Bergoglio. Y, tras sus huellas, la Iglesia
entera está aprendiendo, en lo concreto, que los pobres son “los vicarios de
Cristo” y que se nos pedirá cuenta de nuestros talentos: “Hagamos que circule
la caridad, compartamos nuestro pan, multipliquemos el amor”.
Porque, “colmados de dones, estamos llamados a hacernos don”. Don para “los pobres que se han convertido en invisibles, cuyo grito de dolor es sofocado por la indiferencia general de una sociedad muy ocupada y distraída”.
Texto íntegro de la homilía papalTres hombres se encuentran
con una enorme riqueza entre las manos, gracias a la generosidad de su señor
que parte para un largo viaje. Ese patrón, sin embargo, un día volverá y
llamará de nuevo a aquellos siervos, con la esperanza de poder gozar con ellos,
por la forma en que, durante ese tiempo, hicieron fructificar sus bienes. La
parábola que hemos escuchado (cf. Mt 25,14- 30) nos invita a detenernos en dos
itinerarios: el viaje de Jesús y el viaje de nuestra vida.
El viaje de Jesús. Al inicio de la parábola, Él habla de «un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes» (v. 14). Este “viaje” evoca el misterio mismo de Cristo, Dios hecho hombre, su resurrección y ascensión al cielo. Él, que bajó desde el seno del Padre para venir al encuentro de la humanidad, muriendo destruyó la muerte y, resucitando, volvió al Padre. Al concluir su jornada terrena, Jesús emprende su “viaje de regreso” hacia el Padre.
Fijemos la mirada en Jesús, que recibió todo de las manos del Padre, pero no retuvo esa riqueza para sí, «no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de servidor» (Fil 2,6-7). Se revistió de nuestra frágil humanidad, como el buen samaritano alivió nuestras heridas, se hizo pobre para enriquecernos con la vida divina (cf. 2 Co 8,9), y subió a la cruz. A Él, que no tenía pecado, «Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro» (cf. 2 Co 5,21). En favor nuestro. Jesús vivió para nosotros, en favor nuestro. Esta es la razón que inspiró su camino por el mundo antes de subir al Padre.
La parábola que hemos
escuchado, sin embargo, nos dice también que «llegó el señor y arregló las
cuentas con sus servidores» (Mt 25,19). De hecho, al primer viaje hacia el
Padre seguirá otro, que Jesús realizará al final de los tiempos, cuando volverá
en gloria y querrá encontrarnos de nuevo, para “ajustar las cuentas” de la
historia e introducirnos en la alegría de la vida eterna. Y entonces, debemos
preguntarnos: ¿cómo nos encontrará el Señor cuando vuelva? ¿Cómo me presentaré
a la cita que tengo con Él?
Este interrogante nos lleva al segundo momento: el viaje de nuestra vida. ¿Qué camino recorremos nosotros, el de Jesús que se hizo don o, por el contrario, el camino del egoísmo? Las manos abiertas o las manos cerradas. La parábola nos dice que cada uno de nosotros, según las propias capacidades y posibilidades, ha recibido los “talentos”. Cuidado, no nos dejemos engañar por el lenguaje común, aquí no se trata de capacidades personales, sino, como decíamos, de los bienes del Señor, de aquello que Cristo nos dejó al volver al Padre. Con esos bienes Él nos ha dado su Espíritu, en el cual fuimos hechos hijos de Dios y gracias al cual podemos gastar la vida dando testimonio del Evangelio y edificando el Reino de Dios. El gran “capital” que ha sido puesto en nuestras manos es el amor del Señor, fundamento de nuestra vida y fuerza de nuestro camino.
Y entonces debemos preguntarnos: ¿Qué hago con un don tan grande a lo largo del viaje de mi vida? La parábola nos dice que los primeros dos servidores multiplicaron el don recibido, mientras el tercero, más que fiarse de su señor, le tuvo miedo y permaneció como paralizado, no arriesgó, no se involucró, y terminó por enterrar el talento. Y esto vale también para nosotros, podemos multiplicar lo que hemos recibido, haciendo de nuestra vida una ofrenda de amor para los demás, o podemos vivir bloqueados por una falsa imagen de Dios y, a causa del miedo, esconder bajo tierra el tesoro que hemos recibido, pensando sólo en nosotros mismos, sin apasionarnos más que por nuestras propias conveniencias e intereses, sin comprometernos.
Hermanos y hermanas, en
esta Jornada Mundial de los Pobres la parábola de los talentos nos sirve de
advertencia para verificar con qué espíritu estamos afrontando el viaje de la
vida. Hemos recibido del Señor el don de su amor y estamos llamados a ser don
para los demás. El amor con el que Jesús se ha ocupado de nosotros, el aceite
de la misericordia y de la compasión con el que ha curado nuestras heridas, la
llama del Espíritu con la que ha abierto nuestros corazones a la alegría y a la
esperanza, son bienes que no podemos guardar sólo para nosotros mismos,
administrarlos por nuestra cuenta o esconderlos bajo tierra. Colmados de dones,
estamos llamados a hacernos don. Las imágenes usadas por la parábola son muy
elocuentes. Si no multiplicamos el amor alrededor nuestro, la vida se apaga en
las tinieblas; si no ponemos a circular los talentos recibidos, la existencia
acaba bajo tierra, es decir, es como si estuviésemos ya muertos (cf. vv.
25.30).
Pensemos entonces en
tantas pobrezas materiales, culturales y espirituales de nuestro mundo, en las
existencias heridas que habitan en nuestras ciudades, en los pobres que se han
convertido en invisibles, cuyo grito de dolor es sofocado por la indiferencia
general de una sociedad muy ocupada y distraída. No podemos olvidar el pudo
cuando pensamos en la pobreza. La pobreza se esconde. Tenemos que buscarla con
valentía. Pensemos en cuántos están oprimidos, cansados, marginados, en las
víctimas de las guerras y en aquellos que dejan su tierra arriesgando la vida,
en aquellos que están sin pan, sin trabajo y sin esperanza.
¡Tanta pobreza
cotidiana! Y no son dos o tres. Los pobres son multitud. Pensando en esta
inmensa multitud de pobres, el mensaje del Evangelio es claro: ¡no enterremos
los bienes del Señor! Hagamos que circule la caridad, compartamos nuestro pan,
multipliquemos el amor. La pobreza es un escándalo. Cuando el Señor vuelva nos
pedirá cuenta y —como escribía san Ambrosio— nos dirá: «¿Por qué han tolerado
que muchos pobres muriesen de hambre, cuando poseían oro con el cual procurar
comida para darles? ¿Por qué tantos
esclavos han sido vendidos y maltratados por los enemigos, sin que nadie se
haya preocupado de rescatarlos?» (Los deberes de los ministros, PL 16,148-149).
Recemos para que cada
uno de nosotros, según el don recibido y la misión que le ha sido confiada, se
comprometa a “hacer fructificar la caridad” y a hacerse cercano a algún
pobre. Recemos para que también
nosotros, al terminar nuestro viaje, después de haber acogido a Cristo en estos
hermanos y hermanas, con quienes Él mismo se ha identificado (cf. Mt 25,40),
podamos escuchar que nos dice: «Está bien, servidor bueno y fiel […] entra a
participar del gozo de tu señor» (Mt 25,21).