Por Marielos Monzón
Se logró, se derrotó el
golpe de Estado. La primera gran batalla para la recuperación de nuestra
democracia se libró en las calles y en las plazas bajo el liderazgo
indiscutible de los pueblos indígenas y sus autoridades que, con enorme
dignidad y con absoluta claridad política, se enfrentaron al monstruo de las
múltiples cabezas —el Pacto de Corruptos— y detuvieron su embestida. El mismo
domingo 14, cuando los golpistas redoblaron la apuesta y promovieron la última
intentona por detener la transición, al grito de ‘ni un paso atrás’ recorrieron
las calles en defensa de la voluntad ciudadana y nos devolvieron alzando sus
milenarias varas, la convicción y firmeza que ameritaba el momento.
Falta mucho, sí. Y lo
que viene seguirá siendo una carrera de obstáculos, una disputa permanente por
no retroceder y avanzar, un pulso cotidiano en el que los autoritarios van a
intentar recuperar terreno y boicotear cualquier posibilidad de cambio real,
como lo han hecho cada vez que surge un espacio de transformación que erosiona
de alguna forma sus privilegios. Los ejemplos sobran.
Pero hoy nos permitimos celebrar esta significativa e indiscutible victoria en la que se les arrebató una parte del poder —la presidencia— y se les ganó limpiamente en su cancha y con sus reglas. Convencidos como estaban que con la exclusión de las candidaturas que se perfilaban como peligrosas para su hegemonía tenían arreglado el “pastel”, subestimaron al pueblo que rechazó con sus votos —nulos, blancos y por una opción no proscripta que representaba el cambio— la consolidación del proyecto autoritario por la vía electoral.
Permitámonos celebrar esta significativa victoria en la que se les arrebató una parte del poder.
Catapultar al binomio
de Movimiento Semilla al balotaje abrió el camino y en eso hay que reconocer la
visión de sus fundadores/as e integrantes de generar una opción partidaria para
disputar el terreno político-electoral en Guatemala. Pero sin la movilización,
las acciones de resistencia y el Paro Nacional Indefinido de 106 días
—incluidos los tan denostados bloqueos—, Bernardo Arévalo y Karin Herrera no
habrían asumido el gobierno. De ese tamaño es el aporte de los pueblos
indígenas a la defensa de la democracia guatemalteca y de esa dimensión debiera
ser la respuesta y el compromiso para empezar a saldar la deuda histórica que
les tenemos.
Y están también las y
los jóvenes y nuestros compatriotas migrantes y exiliados. Los más de cien
operadores de justicia, líderes sociales, defensores de derechos humanos y
periodistas que se vieron forzados a dejar el país, pero que nunca bajaron los
brazos ni aceptaron el silencio a pesar de la persecución y la criminalización
de un MP corrupto y al servicio de las mafias. Su dignidad y ejemplo, junto al
de las y los presos políticos, fueron y son imprescindibles en esta batalla en
contra de la desigualdad, la corrupción y la impunidad, tres componentes
inseparables del sistema que hoy se busca empezar a cambiar. Por eso, más
temprano que tarde, les veremos volver y salir de la injusta prisión.
A todo esto, que fue lo
decisivo, se sumó la firme posición de la comunidad internacional que acompañó
la resistencia ciudadana. No es este el momento para el triunfalismo, la arrogancia
o la ingenuidad.
Entender cómo se llegó
hasta aquí y saber que el Pacto de Corruptos no es un hashtag ni una
abstracción sino una alianza real que muta, se recompone y sigue controlando
una buena parte del poder, es imprescindible.
Pero permitámonos en
estos primeros días abrazar esta oportunidad, “excepcional e inesperada”, como
la calificó Bernardo Arévalo en su discurso de asunción, para recordar y honrar
a quienes la dictadura y el autoritarismo nos arrebató en esa larga noche del
terrorismo de Estado. También por ellos y ellas, florecerás, Guatemala.
Prensa Libre