CONTRA LA EXCLUSIÓN
En
aquel tiempo se acercó Jesús a un leproso, suplicándole de rodillas:
Si
quieres, puedes limpiarme.
Sintiendo
lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo:
Quiero:
queda limpio.
La
lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio.
Él
lo despidió, encargándole severamente:
No
se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y
ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.
Pero,
cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo
que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera,
en descampado; y aun así acudían a él de todas partes (Marcos 1,40 -45).
DIOS ACOGE A LOS
IMPUROS
Sorprende la emoción
que le produce a Jesús la cercanía del leproso. No se horroriza ni se hecha
atrás. Ante la situación de aquel pobre hombre <<se conmueve hasta las
entrañas>>. La ternura lo desborda. ¿Cómo no va a querer limpiarlo él,
que solo vive movido por la compasión de Dios hacia sus hijos e hijas más indefensos
y despreciados?
Seguirle a él significa
no horrorizarnos ante ningún <<excluido>> nuestra acogida. Para
Jesús, lo primero es la persona que sufre, y no la norma.
En pocos lugares es más reconocible el Espíritu de Jesús que en esas personas que ofrecen apoyo y amistad gratuita a prostitutas indefensas, que acompañan a enfermos de sida olvidados por todos, que defienden a homosexuales del rechazo social y religioso… Ellos nos recuerdan que en el corazón de Dios caben todos.
CONTRA LA EXCLUSIÓN
Jesús no acepta una
sociedad que excluye a leprosos e impuros. No admite el rechazo social hacia los
indeseables. Lo limpia para decir a todos que Dios no excluye ni castiga a
nadie con la marginación. Es la sociedad la que, pensando solo en su seguridad,
levanta barreras y excluye de su seno a los indignos.
Que fácil es pensar en
la <<seguridad ciudadana>> y olvidarnos del sufrimiento de pequeños
delincuentes, drogadictos, prostitutas, vagabundos y desarraigados. Muchos de
ellos no han conocido el calor de un hogar ni la seguridad de un trabajo.
Atrapados para siempre,
ni saben ni pueden salir de su triste destino. Y a nosotros, ciudadanos
ejemplares, solo se nos ocurre barrerlos de nuestras calles. Al parecer, todo
muy correcto y muy <<cristiano>>. Y también muy contrario a Dios.
EL CONTACTO CON LOS
MARGINADOS
Los observadores detectan
en la sociedad occidental un crecimiento de la apatía y la indiferencia ante el
sufrimiento de los otros. Hemos aprendido a defendernos detrás de las cifras y las
estadísticas que nos hablan de la miseria en el mundo, y podemos calcular
cuantos niños mueren de hambre cada minuto sin que nuestro corazón se conmueva demasiado.
La actitud de Jesús
hacia los marginados de su tiempo resulta especialmente interpeladora para
nosotros. Los leprosos son segregados de la sociedad. Tocarlos significa
contraer impureza, y lo correcto es mantenerse lejos de ellos, sin contaminarse
con su problema ni su miseria. Sin embargo, Jesús no solo cura al leproso, sino
que lo toca. Restablece el contacto humano con aquel hombre que ha sido
marginado por todos.
La sociedad seguirá
levantando fronteras de separación hacia los marginados. Son fronteras que a los
seguidores de Jesús solo nos indican las barreras que hemos de traspasar para
acercarnos a los países empobrecidos y a los hermanos marginados.
EXTENDER LA MANO
Vivimos como <<a la defensiva>>, cada vez más incapaces de romper distancias para adoptar una postura de amistad abierta hacia toda persona. Nos hemos acostumbrados a aceptar solo a los más cercanos. A los demás los toleramos o los miramos con indiferencia, sino es con cautela y prevención.
Ingenuamente pensamos
que si cada uno se preocupa de asegurar su pequeña parcela de felicidad, la
humanidad seguirá caminando hacia su bienestar. Y no nos damos cuenta de que estamos
creando marginación, aislamiento y soledad. Y que en esta sociedad va a ser
cada vez más difícil ser feliz. Por eso el gesto de Jesús cobra especial
actualidad para nosotros.
Los seguidores de Jesús
hemos de sentirnos llamados a aportar amistad abierta a los sectores marginados
de nuestra sociedad.
Son muchos los que
necesitan una mano extendida que llegue a tocarlos.
EXPERIENCIA SANA DE LA CULPA
Para no pocos
creyentes, basta nombrarles a Dios para que lo asocien inmediatamente a
sentimientos de culpa, remordimiento y temor a castigos eternos. El recuerdo de
Dios les hace sentirse mal.
Les parece que Dios
está siempre ahí para recordarnos nuestra indignidad. No puede uno presentarse
ante él sino se humilla ante a sí mismo. Es el paso obligado. Estas personas
solo se sienten seguras ante Dios repitiendo incesantemente: <<Por mi culpa,
por mi culpa, por mí grandísima culpa>>.
Esta forma de vivir
ante Dios es poco sana. Esa <<culpa persecutoria>>, además de ser
estéril, puede destruir a la persona.
Sin embargo, no es el
camino más acertado hacia la curación. Vivir <<sin culpa>> sería
vivir desorientado en el mundo de los valores. El individuo que no sabe
registrar el daño que está haciéndose a sí mismo o a los demás nunca se
transformará ni crecerá como persona.
Como siempre, lo
importante es saber en qué Dios cree uno. Si Dios es un ser exigente y siempre
insatisfecho que lo controla todo con ojos de juez vigilante sin que nada se le
escape, la fe en ese Dios podrá generar angustia e impotencia ante la
perfección nunca lograda. Si Dios, por el contrario, es el Dios vivo de Jesucristo,
el amigo de la vida y aliado de la felicidad humana, la fe en ese Dios
engendrará un sentimiento de culpa sano y sanador, que impulsará a vivir de
forma más digna y responsable.
La oración del leproso
a Jesús puede ser estímulo para una invocación confiada a Dios desde la
experiencia de culpa: <<Si quieres, puedes limpiarme>>. Esta
oración es reconocimiento de la culpa, pero es también confianza en la
misericordia de Dios y deseo de transformar la vida.
JOSÉ ANTONIO PAGOLA
Colaboración de Juan García de Paredes.