El frío de las inteligencias de silicio
Las máquinas podrán
realizar muchas funciones, pero no terminarán con la necesidad de calor humano
ni con nuestro anhelo de sentido
Hace años que se vienen publicando estudios acerca del impacto de las nuevas tecnologías en el mercado laboral. Tras la irrupción de la IA, el territorio futuro se presenta extremadamente gris. Una nueva investigación lanza cifras bastante preocupantes para quienes están a punto de meterse a faenar.
En efecto, al parecer,
las máquinas pueden ayudar y suplantar al ser humano en la realización de
tareas y se calcula que lo harán en un 10% para el 2027 y que podrían llegar al
50% a mitad de siglo. Sobre la automatización, creo recordar que hace una
década se estimaba que robots y ordenadores llegarían a alcanzar casi el 80% de
los trabajos.
Un enfoque meramente
económico de la IA es reductivo, de eso no cabe duda. Y es que, al final, el
inconveniente de las tecnologías ataña a la actitud que toma el ser humano
frente a lo real. El cambio que nos hizo titanes o dioses, seres superiores a
la contingencia del mundo, se produjo en la transición entre el mundo medieval
y el moderno.
La nueva ciencia
transformó significativamente nuestra manera de estar en el mundo y convirtió
la realidad en un campo libre y abierto a la dominación humana. Sin este
análisis más de fondo, es posible que nunca consigamos zafarnos del peligro de
las tecnologías. El análisis moral, la reflexión económica o política es
importante, pero sin llegar al fondo del asunto pocas cosas cambiarán a largo
plazo.
Si finalmente las
máquinas trabajan por nosotros, deberíamos interrogarnos por nuestros planes o
proyectos vitales
No, no malinterpreten
lo que estoy sugiriendo. ¿Quiere eso decir que tengamos que deplorar los
avances y las cumbres que la civilización ha escalado gracias a las máquinas?
Ni mucho menos. Pero, sea como fuere, a nadie se le escapa que el desafío que
planteó la revolución industrial y la retahíla de desempleados que causó no
tienen nada que ver con lo que puede suceder ahora.
Cierto es que el ser humano es mucho más creativo que las máquinas y uno piensa que, evidentemente, si estas reemplazan sus funciones, hallaremos otras necesidades que satisfacer o buscaremos pasatiempos más atractivos con los que matar las horas. Pero puede que el cuento no transcurra sin sobresaltos.
En primer lugar, los expertos indican que la repercusión de la IA en el ámbito del trabajo va a ser mucho más profunda que la que sacó a los obreros de las fábricas. En aquel momento, los artificios eran capaces de realizar tareas simples, de modo que muchos abandonaron el mono de trabajo por el cuello blanco. Ahora, sin embargo, el potencial de los superordenadores y la IA generativa desempeñan, a veces mejor y de modo más económico, muchas de las tareas que hacemos en la oficina.
Por otro lado, en segundo lugar, si finalmente las máquinas trabajan por nosotros, deberíamos interrogarnos por nuestros planes o proyectos vitales. Con los días a nuestra disposición, podremos pasarnos la vida yendo a museos -saliendo a pescar por la mañana y escuchando a Mozart, por la tarde, como soñó Marx-, pero también anestesiados en un sillón. No es nada extraño que, a tenor de la formación cultural y espiritual tan descafeinada con la que contamos, la mejora de la calidad de vida en las sociedades más ricas haya estado acompañada de una epidemia nihilista.
Ahora bien, resulta
erróneo pensar en las nuevas tecnologías y en la IA como si fueran ya dinámicas
propias y autosuficientes. Tiene a este respecto razón Acemoglu, profesor de
economía del MIT y un ensayista atinado. Acerca de los peligros que pudiera
acarrear el avance tecnológico, este docente ha señalado que la IA se limitará
a hacer o dirigirse hacia donde los seres humanos indiquemos.
Además, no hay nada más
necesario que el calor y la inteligencia humana. Muchas tareas las
automatizaremos y quizá sea más barato que así sea, pero aspiramos, como
indicaba Aristóteles, no a vivir, sino a vivir bien. Dicho de otro modo: nos
interesan los números y nos obsesiona lo cuantitativo, pero es necesario que
nos preguntemos por lo cualitativo. Un robot detrás de una barra de un bar
podrá servir copas con más rapidez, pero no podrá suplantar la sonrisa de una
persona.
No es nada extraño que,
a tenor de la formación cultural y espiritual tan descafeinada con la que
contamos, la mejora de la calidad de vida en las sociedades más ricas haya
estado acompañada de una epidemia nihilista
La IA está diseñada
para el cumplimiento de unos objetivos, lo cual convierte a las máquinas en
instrumentos sumamente eficientes, pero poco versátiles. Las máquinas son
monocromáticas; en cambio, el ser humano -un niño, por ejemplo- puede realizar
cálculos y jugar al fútbol o pintar. Pongan a Deep Blue, el computador de IBM
que ganó a Kasparov en 1997, a componer sinfonías.
Dudo que renunciemos a
lo humano. Hace unos meses, coincidió la publicación de dos artículos
interesantes en sendos periódicos que abordaban de qué modo la IA podía
perjudicar al negocio de las noticias. Uno de ellos se refería a una
publicación que ya empleaba IA para los artículos de redacción. Los
responsables del periódico indicaron que eso había dejado más tiempo a los
reporteros para auscultar el latido de la calle.
En otro artículo publicado por The Wall Street Journal se hablaba casi de lo mismo. Quien lo escribía comentaba que quizá una máquina pueda vomitar textos o transcribir noticias, pero muy difícilmente sustituirá el periodismo de análisis, la crítica, la reflexión. Hay cosas, pues, que, por mucho que se empeñe, una estructura repleta de cable y silicio jamás podrá ofrecernos. Afortunadamente.
Colaboración de Andrés Pérez