El domingo de Ramos
marca el tono de toda la Semana Santa. Dios entra en la historia de la
Humanidad en la humildad de un pesebre. Y pone fin a su vida entre nosotros en
la humildad de una borriquita y de una muerte en la Cruz.
La entrada de Jesús en
Jerusalén, en la humanidad y en nuestra historia personal es todo un símbolo: Va
rodeado de cantos, de alegría, incluso de humor. Las personas sencillas
mostraban su dicha de manera espontánea, gritaban lo bueno que habían visto en
Jesús y abrían el corazón a una alegría sin límites.
A Dios le podemos
acusar de lo que queramos, pero nunca de que quiera imponerse con poder. En su
encuentro con el ser humano, Dios siempre se abaja, se rebaja, se humilla. Dios
no se revela en lo grande, sino en lo pequeño y sencillo. No en la
omnipotencia, sino en la debilidad.
Jesús no entra en
Jerusalén montado en un caballo de conquistador, sino en un borrico de humilde
campesino. Jesús no entra en Jerusalén demostrando su grandeza, sino
identificado con la pobreza y la sencillez de la gente del pueblo, y rodeado de
ignorantes que le aclaman. Y, para colmo, al “Hijo de David” se le identifica
como “el profeta de Nazaret de Galilea”, el sitio precisamente del que “no
podía salir nada bueno”. En aquel momento, era poner las cosas al revés. La
máxima grandeza se realizó en la más profunda humildad.
Creo que tenemos que reconocer honestamente que, en este punto capital, nos hemos equivocado. Nuestras torpes vanidades han anulado la humildad a la que Jesús dio tanta importancia, para decirnos quién era Él y lo que quería. Ningún emperador del mundo entra triunfalmente montado en un borrico. Lo que Jesús quiere dejar bien claro es que donde no hay humildad, no es posible arreglar el mundo, ni nuestro propio corazón.
Jesús deja también
claro que Dios está con el pobre, con el que sufre, con el humillado, con el
despreciado. Dios está con el que no tiene nada, con el que humanamente no
tiene nada que esperar. Dios se hace uno con el dolor humano. Es la locura del
amor del Dios que predicó Jesús.
Y, al bajar a lo más
profundo del sufrimiento de la humanidad, la hace nueva, la diviniza, la
resucita. La resurrección de Jesús es el grito de protesta de Dios ante la
injusticia de los seres humanos.
Toda la Semana Santa
será como el hundimiento humano de Dios y la exaltación de la dignidad de todo
ser humano. Toda la Semana Santa será la experiencia dolorosa del Dios dominado
y pisoteado por esos mismos seres humanos que le habían recibido con cantos.
Por eso es la Semana de
Dios, pero también la Semana de la Humanidad.
Una Semana de
confrontación entre Dios y el hombre. En la que Dios lleva las de perder, pero
ganando. Porque quien pierde su vida por amor, la gana para siempre.
Los que ganan terminan
perdiendo, y los que pierden terminan ganando.
Es la Pascua.
¿Lo creemos de corazón?
¿Hacemos de la causa de Jesús la nuestra?
¿Nos alineamos con
alegría en su sentido de la vida? ¿Estamos dispuestos a entregarnos a las
víctimas de nuestro tiempo como Él lo hizo? ¿Tenemos moral de victoria “contra
toda esperanza”?
S.M. EDUARDO FERNANDEZ MOSCOSO
Colaboración de Juan García de Paredes.