[Por: Juan José Tamayo]
Muchas veces oí decir a
mi padre: “El agua y los consejos cuando te los pidan”. Yo aplico este refrán a
los prólogos: “Los prólogos cuando te los pidan”. A decir verdad, no faltan peticiones
de personas amigas que me piden prólogos para sus libros. Mi respuesta es
siempre afirmativa, y no considero que con ella esté haciendo un favor. Todo lo
contrario: para mí la petición en sí ya es un privilegio, porque me permite
leer el libro, unas veces en temas en los que puedo aportar algo y otras en los
que tengo mucho que aprender.
Cuando mi entrañable
amigo y colega Antonio Mialdea me pidió con voz queda que escribiera el prólogo
a su libro San Juan de la Cruz. Clave para la liberación y la esperanza
(Tirant, Valencia, 2024) acepté desde el minuto uno. En primer lugar, porque me
resultaba atractivo el tema o, mejor, la figura del carmelita descalzo Juan de
la Cruz. Y junto a su figura, el tratamiento y el enfoque tan originales y
creativos, de los que voy a dar cuenta a continuación. La tercera razón fue
porque Antonio es un excelente conocedor de la vida, la obra y el pensamiento
del más reconocible carmelita descalzo del siglo XVI y quizá de todos los
tiempos, sobre el que ha escrito páginas de gran hondura mística y humanista.
Con tan favorable predisposición me puse a leer el libro y no he quedado
defraudado.
La obra está escrita
desde una hermenéutica creativa de la personalidad de Juan de la Cruz con un
enfoque que es difícil encontrar en otros estudios de especialistas
sanjuanistas. Su perfil humano, religioso y literario comienza con una primera
experiencia que va a iluminar su vida posterior: “consigue la plenitud de su
libertad de ser desde los primeros años de su vida”, afirma Mialdea. Pobreza
como práctica evangélica -que la teología de la liberación traduce hoy como “opción
por los pobres”-, inconformismo, heterodoxia, espíritu reformador y, como
consecuencia, persecución religiosa son los rasgos de su personalidad y de su
estilo de vida, que no dejan de sorprendernos en tiempos de fanatismo e
intransigencia dentro de la teocracia entonces vigente, como era la época en la
que vivió Juan de la Cruz.
Este perfil coincide
con el que traza Lola Josa, una de las mejores especialistas mundiales en la
obra sanjuanista, en su edición del Cántico espiritual: “Qué incómodo tuvo que
ser el místico para las fuerzas y la vigilancia oficiales, poco menos que un
revolucionario que defendía la no necesidad de absolutamente nada de lo que
pudiera ofrecer el orden implantado. Él, pobre de nacimiento, que cuidó a
enfermos desahuciados, sabía que la bondad y la caridad, atributos de la
voluntad del vacío, pueden más que cualquier gobierno”. Juan de la Cruz,
persona compasiva con las personas más vulnerables, como desarrollaré más
adelante.
Juan de la Cruz no
necesitó nada de lo que ofrecía el poder, del que tan alejado estuvo. Me
recuerda a otra figura poética, mística, pobre por opción, subversiva del
desorden establecido y comprometida con la liberación de las personas y
colectivos empobrecidos del siglo XX: Pedro Casaldáliga, que define su vida en
pobreza en el poema “Pobreza evangélica” de esta guisa:
No tener nada.
No llevar nada.
No poder nada.
No pedir nada.
Y, de pasada, no matar
nada;
no callar nada.
Solamente el Evangelio,
como una faca afilada.
Y el llanto y la risa
en la mirada.
Y la mano extendida y
apretada.
Y la vida, a caballo
dada.
Y este sol y estos ríos
y esta tierra comprada,
para testigos de la
Revolución ya estallada.
¡Y "mais
nada"!