¿señal de nuestra extinción?
[Por: Leonardo Boff]
Lynn Margulis y Dorion
Sagan, notables científicos, en el conocido libro Microcosmos (1990) afirman
con datos de los registros fósiles y de la propia biología evolutiva que una de
las señales del colapso próximo de una especie es su rápida superpoblación.
Tal colapso puede ser
verificado con microorganismos colocados en una Placa de Petri (placas de
vidrio con colonias de bacterias y nutrientes superpuestas). Por una especie de
instinto, poco antes de alcanzar los bordes de la placa y agotarse los
nutrientes, se multiplican de forma exponencial. Y de repente mueren todas. ¿No
estaríamos nosotros en la ruta de crecimiento exponencial de la población
humana y expuestos a desaparecer? Los datos apuntan hacia esa eventualidad.
La humanidad necesitó
un millón de años para llegar en 1850 a mil millones de personas. En 1927
alcanzamos los 2 mil millones; en 1960 3 mil millones; los 4 mil millones en
1974; 5 mil millones 1987; 6 mil millones en 1999; 7 mil millones en 2011; y
finalmente 8 mil millones en 2023. Se estima que hacia 2050 alcanzaremos la meta
límite de 10-11 mil millones de habitantes. Esto significa que la humanidad ha
crecido en mil millones de habitantes cada 12-13 años, un crescendo de hacer
pensar.
Es el triunfo innegable
de nuestra especie. Pero es un triunfo que puede amenazar nuestra supervivencia
en el planeta Tierra, por efecto de la superpoblación y porque hemos
sobrepasado en un 64% la capacidad de regeneración del planeta vivo, la Tierra.
Para la humanidad,
comentan los autores, como consecuencia del crecimiento rápido de la población,
el planeta Tierra puede mostrarse idéntico a una Placa de Petri. En efecto,
ocupamos casi toda la superficie terrestre, dejando solo un 17% libre, por ser
inhóspita como los desiertos y las altas montañas nevadas o rocosas.
Lamentablemente, según varios científicos, hemos inaugurado una nueva era geológica, el antropoceno. De homicidas, etnocidas y ecocidas nos hemos vuelto biocidas, pues somos los que más amenazan y destruyen la vida de la naturaleza. Sabemos por las ciencias de la vida y de la Tierra que todos los años desaparecen naturalmente o por la agresión humana cientos de especies, después de haber vivido millones de años sobre el planeta.
La extinción de especies es parte de la evolución de la propia Tierra que ha conocido por lo menos seis grandes misteriosas extinciones en masa. Son notorias las del Devónico hace 370-360 millones de años que barrió del mapa el 70-80% de todas las especies y la del Pérmico, de hace 250 millones de años, llamada también “La Gran Muerte” en la cual el 95% de los organismos vivos se extinguieron. La última, la sexta, está ocurriendo ante nuestros ojos con el antropoceno, en el cual, nosotros los humanos, según el gran biólogo fallecido E.O. Wilson hemos extinguido entre 70-100 mil especies de organismos vivos.
El hecho es que la
superpoblación humana ha tocado los límites de la Tierra. ¿Conoceremos también
nosotros el mismo destino de las bacterias dentro de la Placa de Petri que,
alcanzado un punto alto de superpoblación, de repente acaban muriendo?
Nos preguntamos ¿será
que en el proceso evolutivo ha llegado nuestro turno de desaparecer de la faz
de la Tierra? La hipótesis de que el planeta habitado de forma tan acelerada
por tantos miles de millones de seres humanos se ha vuelto efectivamente una
Placa de Petri gana todo su sentido.
Solamente que esta vez
la extinción no sería por un proceso natural, aunque misterioso, sino por la
propia acción humana. Nuestra civilización industrialista y sin corazón, en su
afán de poder y de dominación, ha creado algo absolutamente irracional: el
principio de autodestrucción, mediante varios tipos de armas letales de toda la
vida, también de la nuestra.
Lo peor ya lo hemos
hecho: cuando el Hijo de Dios se encarnó en nuestra carne caliente y mortal,
nosotros lo rechazamos, lo condenamos en un doble juicio, uno religioso y otro
político, y lo asesinamos, clavándolo en una cruz fuera de la ciudad, como
señal de maldición.
Después de ese acto nefasto y abominable, todo es posible, hasta nuestra propia destrucción. Exterminarnos a nosotros mismos es menos grave que matar al mismo Hijo de Dios, que pasó por este mundo haciendo solamente el bien. “Vino a lo que era suyo y los suyos no le recibieron” constata con infinita tristeza el evangelista Juan (Jn 1,11).
Pero consolémonos: él
resucitó, se mostró como “el ser nuevo” (“novissimus Adam: 2Cor 15,45), libre
ya de tener que morir y en la plenitud de su humanidad. Sería una revolución en
la evolución y la muestra anticipada del fin bueno de toda la vida.
Para los que profesan
la fe, creemos y esperamos que el Spiritus Creator pueda aún iluminar las
mentes humanas para que tomen conciencia del riesgo de desaparecer y acaben
volviendo a la racionalidad cordial, sabiendo retroceder y definiendo un camino
de amorosidad, de piedad y de compasión hacia todos sus semejantes, la
naturaleza y la Madre Tierra. Entonces aún tendríamos futuro. Así lo queremos y
lo quiera también el Creador.