Acabamos de vivir en la
Iglesia colombiana, un acontecimiento que no quiero dejar pasar, que nos llena
de esperanza y que marca nuestra historia: la ordenación del primer obispo
negro en el país, monseñor Wiston Mosquera Moreno. Lo mío aquí no es dar la noticia, ya
seguramente ha ido por todo el mundo y se la saben mis lectoras y lectores, lo
que si quiero es reflexionar sobre la vida de la Iglesia y buscar con la lupa
de la fe las intenciones del Espíritu Santo en este acontecimiento.
Conmovía ver a doña
María Jerónima Moreno en la misa de ordenación episcopal, a sus 99 años,
entregando su hijo a Dios y recibiéndolo como otro Cristo...En la señora, ahí
en su silla de ruedas, se veía la dignidad del pueblo negro...su piel negra y
ya arrugada de amor fue el mejor de los ornamentos que allí se lucieron.
“Siempre que pintas
iglesias, pintas angelitos bellos, pero nunca te acordaste, de pintar un
angelito negro”; y esas palabras, mutatis mutandis, le caían precisos también a
los papas, nuncios, Conferencia Episcopal, Congregación para los Obispos y a la
comunidad eclesial, que nunca se acordaban de elegir un obispo negro.
En esta consagración
episcopal vivimos algo distinto: se evidenció que no era una ordenación
absoluta, para el ordenado, para su honor, sino relativa, para el pueblo de
Dios, para servir a los pobres.
Al final de la
celebración y antes de que bendijera al pueblo de Dios y le dirigiera una
palabra, un grupo de fieles cristianos del Chocó entregaron a su nuevo obispo
la imagen del Cristo mutilado de Bojayá...
Si un pastor no toca las heridas de Cristo en los que sufren y no las
besa, ¿qué bendición puede tener para el pueblo de Dios? ¿qué palabra inspirada
puede decir a sus cristianos y al mundo que lo escucha? Feliz este episcopado
que empieza tocando y besando al Cristo de su pueblo.
“Bienaventurados los que trabajan por la paz”, es el lema escogido por el nuevo obispo para hacer camino con su pueblo y con la Iglesia colombiana.
Acabamos de vivir en la Iglesia colombiana, un acontecimiento que no quiero dejar pasar, que nos llena de esperanza y que marca nuestra historia: la ordenación del primer obispo negro en el país, monseñor Wiston Mosquera Moreno. Lo mío aquí no es dar la noticia, ya seguramente ha ido por todo el mundo y se la saben mis lectoras y lectores, lo que si quiero es reflexionar sobre la vida de la Iglesia y buscar con la lupa de la fe las intenciones del Espíritu Santo en este acontecimiento.
Y entonces, con ese propósito, saco a la luz algunas de las cosas que sentía al seguir la ceremonia, presidida por el arzobispo de Cali, Luis Fernando Rodríguez Velásquez, y que tuvo lugar en la Iglesia Catedral San Pedro Apóstol.
- El sacerdocio de doña María Jerónima Moreno, la mamá del nuevo obispo
Conmovía ver a doña
María Jerónima Moreno en la misa de ordenación episcopal, a sus 99 años,
entregando su hijo a Dios y recibiéndolo como otro Cristo; la ofrenda que la
mujer hacía y que ponía sobre el altar de esa catedral, había sido preparada 57
años atrás, allá en Andagoya, en lo profundo del Chocó, en el altar de la vida,
cuando lo concibió y lo dio a luz, cuando lo amamantó con leche y con fe, y
después cuando se esforzó para que el muchacho y el seminarista pudiera crecer
y oír la llamada del Señor y de los pobres.
En la señora, ahí en su silla de ruedas, se veía la dignidad del pueblo
negro, dignidad hecha de humildad, resiliencia, fiesta, lucha, y amor a Dios:
Ubuntu, “soy porque somos”. Sin la misa
de la mamá, sin su darse por amor de todos los días, no tendríamos la misa del
hermano Winston que hoy es obispo de Quibdó. Esa mamá chocoana reflejaba en el
templo, en medio de tantos obispos y presbíteros, toda la belleza del
sacerdocio de Cristo, la donación de sí, el amor hasta el extremo; su piel
negra y ya arrugada de amor fue el mejor de los ornamentos que allí se
lucieron.
- Después de esta consagración episcopal la Iglesia de Colombia es más católica
Fue otro sentimiento
que me embargó al seguir la ceremonia; por mis muchos años en el África, entre
los samburu y turkana de Kenia, yo quedé con corazón negro y me duele la
exclusión que caracteriza a nuestro país y que se ha reflejado también en la
Iglesia. El poeta venezolano Andrés Eloy
Blanco reclamaba en sus versos al artista de los templos: “Siempre que pintas
iglesias, pintas angelitos bellos, pero nunca te acordaste, de pintar un
angelito negro”; y esas palabras, mutatis mutandis, le caían precisos también a
los papas, nuncios, Conferencia Episcopal, Congregación para los Obispos y a la
comunidad eclesial, que nunca se acordaban de elegir un obispo negro. Hoy somos más inclusivos, al menos un poquito
más, y esto hace que la Iglesia sea lo que es por naturaleza: kata holos,
católica, según lo universal. Nos alegró
esa eucaristía celebrada con la pasión del litoral pacífico, a ritmo de
marimba, bombo, cununo y guasá; nos alegró ver una Iglesia con rostro negro y
cantando: “Hoy es el día de nuestra etnia/y hoy lo vamos a resaltá/ todos
estamos contentos/ya la misa va a empezá.
En esta línea es que el
nuevo obispo entiende su llamado y así lo expresó cuando tomó la palabra para
agradecer al final de la ceremonia: “Un paso en la vía correcta a la inclusión en esta larga y rica historia
de evangelización de los pueblos del continente americano, pero todos sabemos
que hay que seguir avanzando en esta dirección y no sólo en la Iglesia en
Colombia, sino en todas las instituciones si efectivamente queremos un país más
incluyente, más igualitario, más desarrollado y próspero y menos insensible
desde las instancias de poder ante el abismal y escandaloso atraso en que se
encuentran grandes regiones del país”.
- Un pastor para el
pueblo de Dios que peregrina en Quibdó, en el pacífico
Les confieso que muchas veces, cuando asisto a las ordenaciones de diáconos, presbíteros y obispos, me parece estar en “ordenaciones absolutas”, esas prohibidas en los cánones antiguos pero en la práctica todavía usuales, las de hombres que reciben el sacramento para sí mismos, sin relación al pueblo de Dios, sin una comunidad para cuidar, a veces solo una oficina para gestionar y un honor para ostentar. Y me parece estar en ordenaciones así porque ni el obispo que consagra, ni el nuevo diácono, presbítero u obispo, aluden a las comunidades a los que los ordenados son destinados, como si su ministerio pudiera ser en la luna o en la esquina de ninguna parte, desconectados de la gente a la que supuestamente van a pastorear; en las homilías que acompañan estos rituales se habla de muchas cosas, de la Christus Dominus, del ministerio de los obispos, de la dignidad episcopal… pero, tantas veces en el mundo de las ideas y sin aterrizar en “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres (y mujeres) de nuestro tiempo” (Gaudium et Spes) y a los que se ha de servir con los dones recibidos en el sacramento.
En esta consagración episcopal vivimos algo distinto: se evidenció que no era una ordenación absoluta, para el ordenado, para su honor, sino relativa, para el pueblo de Dios, para servir a los pobres. La Iglesia tiene por lícitas solo las ordenaciones relativas, descarta las absolutas, así que nos alegramos con este obispo bien ordenado según la tradición. Al tomar la palabra, el nuevo ministro tuvo en su mente y corazón al pueblo para el que se consagraba, un pueblo que ha sufrido la guerra, la violencia de todos los actores armados, el racismo de un país que se cree blanco, el flagelo del narcotráfico, la desesperanza de los migrantes que se aventuran en las selvas del Darién, la minería y las economías ilegales, el empobrecimiento de las multinacionales y los megaproyectos.
De nuevo cito las palabras del recién ordenado: “Al regresar a
mi departamento, ahora en calidad de obispo y pastor de una grey como esta,
tengo muy claro que se debe continuar una labor pastoral que han venido desarrollando
todos mis predecesores, con una voz clara en defensa de los derechos humanos
individuales y colectivos, trabajar con las distintas organizaciones sociales y
ONGs que están apostando por la paz y la reconciliación en todo el pacífico
colombiano, por el respeto y dignidad de las comunidades vulneradas y de
aquellas personas que están cruzando por el tapón del Darién en la búsqueda de
mejores condiciones de vida para sus familias”.
Y como si no bastara, con
parresía inusual en un prelado que acaba de ser consagrado, tocó úlceras
que en este país hacen sangrar a los más pobres y que hieren el cuerpo de
Cristo entre nosotros, enumeró realidades que conocemos muy bien y que nos
duelen: “Centros Poblados”, “Los carrotanques de la Guajira”, “Odebrecht”,
“Elefantes blancos”, “La cantidad de vías y caminos vecinales, pavimentados o
con placa huella en el papel, pero que nunca recibieron un solo bulto de
cemento”. Al parecer, gracias a Dios, no nos llegó un obispo “gnóstico”, cómodo
en el mundo de las ideas, vino uno que empezó tocando las llagas del pueblo
crucificado, las mismas de Cristo hoy.
- Fieles cristianos del Chocó entregaron al nuevo obispo la imagen mutilada del Cristo de Bojayá
Al final de la celebración y antes de que bendijera al pueblo de Dios y le dirigiera una palabra, un grupo de fieles cristianos del Chocó entregaron a su nuevo obispo la imagen del Cristo mutilado de Bojayá; un poderoso signo que conecta su ministerio con las víctimas de la violencia en Colombia; no cabe duda de que este gesto, todo un sacramento, fue sanador para la comunidad masacrada en la iglesita de Bella Vista, junto al Padre Antún Ramos, las hermanas agustinas y la señora Minelia, el 2 de mayo de 2002, y para todos los que en Colombia han sufrido y siguen sufriendo la guerra. Si un pastor no toca las heridas de Cristo en los que sufren y no las besa, ¿qué bendición puede tener para el pueblo de Dios? ¿qué palabra inspirada puede decir a sus cristianos y al mundo que lo escucha? Feliz este episcopado que empieza tocando y besando al Cristo de su pueblo.
“Bienaventurados los
que trabajan por la paz”, es el lema escogido por el nuevo obispo para hacer
camino con su pueblo y con la Iglesia colombiana. “Agradezco -dijo dirigiéndose a los obispos
presentes- toda su cercanía y oraciones por este nuevo hermano que llega para
impulsar con ustedes la tarea en la búsqueda de una paz duradera en el
país”. Que así sea, monseñor Winston,
que el Cristo de Bojayá y el pueblo resucitado del Chocó lo hagan pastor según
el corazón de Dios. Se notan las buenas
intenciones del Espíritu Santo.
Jairo Alberto Franco Uribe