Seis años de la canonización del obispo, mártir del poder, que cumplió la promesa de "resucitar en el pueblo"
Monseñor Romero: santo
por tener como milagro su propia vida
Monseñor Romero
"El día 14 de
octubre se cumplen ya seis años de la canonización de Monseñor Romero, por
parte del papa Francisco"
"Y siempre que
canonizan a alguien, que la Iglesia le reconoce como santo, todos se preguntan
por el milagro que esa persona ha hecho. Parece ser una de las condiciones que
tiene la Iglesia para declarar santo a alguien"
"Pero resulta que
en el caso de Monseñor Romero, lo que desde el comienzo de su proceso para
llevarlo a los altares se arguyó es que el milagro de Romero fue SU PROPIA
VIDA"
"Después de 44
años de su martirio, seguimos dando gracias por la vida de este hombre, que fue
capaz de llevar el evangelio hasta sus últimas consecuencia"
El día 14 de octubre se
cumplen ya seis años de la canonización de Monseñor Romero, por parte del papa
Francisco. Y siempre que canonizan a alguien, que la Iglesia le reconoce como
santo, todos se preguntan por el milagro que esa persona ha hecho. Parece ser
una de las condiciones que tiene la Iglesia para declarar santo a alguien.
Pero resulta que en el
caso de Monseñor Romero, lo que desde el comienzo de su proceso para llevarlo a
los altares se arguyó es que el milagro de Romero fue SU PROPIA VIDA. Y es algo
en lo que el papa Francisco siempre ha incidido de modo especial: Monseñor
Romero, el obispo asesinado en la capilla del Hospitalito de San Salvador,
mientras celebraba la Eucaristía, es santo porque su vida fue en sí misma un
auténtico milagro, porque a lo largo de su vida, San Romero de América (como le
llamó inmediatamente después de su asesinato, el otro santo sin canonizar de
América Latina, Pedro Casaldáliga), su única y máxima preocupación fueron Dios
y los pobres, y digo máxima porque para él era una única cosa: Dios está en el
corazón de los pobres, y los pobres en el corazón de Dios.
Ciertamente, los que tuvieron la oportunidad de conocer personalmente a Monseñor Romero, y los que le hemos ido conociendo después profundizando en su vida, y en sus homilías, y sobre todo en la relación con esa gente que le ha conocido, todos coinciden y coincidimos en esa santidad de Monseñor ( como la gente le conocía siempre allí). Una santidad que brota no solo de lo que decía, sino especialmente de lo que este hombre vivía. Y precisamente fue su modo de vivir, al más puro estilo evangélico, lo que le costó la propia vida. Su vida fue entregada, hasta la última gota de su sangre, hasta su último aliento, por y para el evangelio de Jesús, y por tanto, por y para los demás, especialmente para los más pobres salvadoreños y salvadoreñas, a los que él llamaba de manera cariñosa, “su pobrerío”.
De ahí, que después de seis años ya de “su subida oficial a los altares”, y después de 44 años de su martirio, seguimos dando gracias por la vida de este hombre, que fue capaz de llevar el evangelio hasta sus últimas consecuencias, que fue capaz de hacer de su vida una entrega a Dios y al pueblo. Así reza en el altar de la capilla del hospitalito de San Salvador: “ en este altar, Monseñor Romero, ofrendó su vida a Dios por su pueblo”.
Efectivamente en la vida de Romero descubrimos esa unidad de amor total del obispo hacia Dios y hacia el pueblo. Porque Monseñor estaba unido al Dios de la vida, al Dios de la justicia, al Dios de la fraternidad, es por lo que estaba también unido al pueblo pobre, martirizado y crucificado, como diría su gran amigo y teólogo Jon Sobrino. En Romero descubrimos una indisoluble unidad de vida que va a alimentar todo su ministerio sacerdotal y episcopal. La vida de Monseñor se alimentaba de esos dos frentes: Dios y los pobres, Dios y los más crucificados, que tantos había en El Salvador, y que tantos sigue habiendo en esta tierra martirizada, en esta “Tierra Santa” de Centroamérica, por ser una tierra especial de mártires.
Para Monseñor Romero la vida solo tenía sentido si era para darla a los más pobres de su pueblo, y eso es algo que todos los campesinos más pobres y crucificados, siguen afirmando y valorando. Cuando paseas por los cantones de Chalatenango o cuando vas por barrios pobres de San Salvador, la gente siempre habla de Romero como de un “obispo muy especial”, suelen decir “era un obispo de los de abajo”. Era alguien que entendió lo que afirma San Pablo en el texto de Filipenses, referido a Jesús de Nazaret, en su famoso himno cristológico: “Siendo El de condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario se rebajó de su rango pasando por uno de tantos” (Fp 2 , 6-7 ).
Ese obispo “de los de abajo” descubrió el auténtico sentido de su ministerio episcopal: la entrega y defensa de los más pobres de su momento. Por eso para él la mitra y el báculo no eran signos de poder al más puro estilo episcopal de algunos otros hoy; la mitra y el báculo eran signo de lavar los pies a aquellos que nadie quería , de estar a su servicio. Era obispo para el pueblo y desde el pueblo, o lo que es lo mismo, era obispo para los pobres y desde los pobres, y su poder se le daban ellos mismos.
Su fuerza, su palabra de convencimiento y, por qué no, de salvación, estaba en los pobres, como lo estuvo en el mismo Jesús de Nazaret. Su mitra le hacía, no decir que “era el obispo” y desde ahí dirigirse a la gente ( en alguna ocasión, hasta el mismo jueves santo, algunos obispos se han puesto la mitra, incluso en la cárcel, para decir que así los presos sabrían que era el obispo y por tanto, sabrían que tenía un poder diferente al resto de los curas), sino que estaba a su servicio, que estaba con ellos para dar la vida por ellos hasta el final, como lo hizo.
Ser obispo para Romero
era signo de la defensa del pueblo. Y él mismo reconocía que el pueblo le hizo
ser obispo, de ahí que fuera famosa su frase: “Con esto pueblo no cuesta ser
buen pastor”. Romero sabía que le encargó que Dios le dio, a través de la
Iglesia, no era un encargo para “presidir una diócesis”, ni siquiera para
presidir la Eucaristía a diario sin más. Sino que lo que Dios le encargó fue la
difícil tarea de “ser voz para los sin voz”, de ser el que sacara la cara por
aquellos que se encontraban tirados en el camino; de defender y denunciar las
injusticias que entonces y hoy había en el Salvador, de ser defensa de aquellos
a los que nadie defiende.
Monseñor Romero nunca
presidió la diócesis de San Salvador al estilo tradicional, y según lo que
entendemos que supone esa presidencia. Monseñor presidió la diócesis desde la
entrega de la propia vida, como Jesús de Nazaret. Jesús, como dice la carta a
los Hebreos, “aprendió sufriendo a obedecer”
(Heb 5,8 ) y es lo que le dio “ el nombre sobre todo nombre, para que
ante el nombre de Jesús, todo el mundo
se arrodille en el cielo, en la tierra y en todas partes” ( Fp 2, 9-10 ). El presidió la diócesis desde abajo,
desde los sin nombre, desde los sin voz, desde “los invisibles” campesinos y
campesinas salvadoreños y salvadoreñas.
Y todo este actuar
diferente, todo este modo de ser obispo diferente, desde la sonrisa, y desde el
sentirse plenamente feliz, porque incluso en los momentos más duros de aquellos
tres años al frente de la diócesis, Romero siempre estuvo feliz. Y lo estuvo
porque para él, como para Jesús, la felicidad estaba en hacer de su vida una
entrega constante y permanente a los más pobres. Porque para él, el auténtico
sentido de su vida era la defensa de los crucificados, y esos crucificados son
los que le llevaron al Dios de la vida, al Dios de la resurrección. La imagen
del campesino salvadoreño crucificado, es la imagen por la que Romero luchó, y
es la imagen que denota el sentido auténtico del episcopado suyo. En la cruz no
solo está Jesús de Nazaret, sino que en esa misma cruz se encontraban
crucificados miles de salvadoreños, y él tenía como misión ser su voz y su
defensa.
A Jesús lo mata el
poder religioso establecido, los jefes religiosos del tiempo, no entienden el
mensaje de Jesús, porque su mensaje les “quitaba puntos”, les hacía caer de sus
pedestales. Ese poder que dio muerte al hijo de Dios, fue el mismo que dio
muerte a Monseñor Romero. Ese poder religioso que además, durante tantos años
tuvo silenciada su figura y su obra, llegándolo a acusar, como ya se le
acusaban en vida, “de comunista”, de haber descafeinado el mensaje del
evangelio, de haberlo “desacralizado”. Porque precisamente para Monseñor, como
para el mismo Jesús, lo sagrado no eran los ritos, las imágenes o los lugares,
sino que para los dos, lo sagrado eran las personas. Porque Monseñor entendió
perfectamente el pasaje que nos relata el evangelio de Mateo en el capítulo
25: “tuve hambre, tuve sed, estuve en la
cárcel…. Cada vez que hicisteis algo con algunos de esos hermanos míos más
pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,
31-45 ).
Ese silencio de la misma Iglesia, del mismo poder eclesiástico, se vio roto con la llegada a Roma de un papa, venido del otro continente. Un papa, el papa Francisco, que precisamente porque había vivido en contacto con los más pobres, en las llamadas “villas miserias “ de Buenos Aires, era capaz de entender la vida de Monseñor. Francisco devolvió de nuevo “el poder” a Monseñor, pero se lo devolvió para decirnos que era modelo para los cristianos, que su vida era un milagro de Dios para todos nosotros, que su santidad significaba no curar enfermos, sino “dar vida”, poner vida y resurrección en tantas personas y en tantos espacios de muerte que había y hay en este pequeño país centroamericano, en El Salvador. Francisco entendió esto perfectamente siendo cardenal en Buenos Aires, y lo ha llevado a la práctica en todo su pontificado, Tanto es así que siempre nos pide que recemos por él, que acompañemos a los pobres, que hagamos de los presos y marginados el sentido de nuestro ministerio.
Francisco ha llevado a cabo lo que le pidió el cardenal Hummes, nada más ser elegido papa: “no te olvides de los pobres”, y lo ha cumplido, no solo con su nombre, sino especialmente con su vida. Haciendo de los pobres el centro de su pontificado, defendiendo a los migrantes muertos en el mediterráneo o a los que caen inocentes en al guerras, o propiciando que sean los mismos pobres los que puedan tener dignidad ( el papa hizo servicios y duchas para los más pobres en el vaticano), o diciendo que tenemos que convertir nuestras iglesias en “hospitales de campaña”, que acojan a los más desheredados. Y es lo que también hizo cuando nos recibió, en mayo pasado, a un grupo de presos de la cárcel de Navalcarnero, con sus familias y con los voluntarios que cada día pisamos esa otra “Tierra Santa de la cárcel”. A este grupo de presos y familiares que fuimos a visitarle nos dijo que lo “importante no es caer, sino no permanecer caídos”, Y también “hay solo una manera lícita de mirar a alguien desde arriba, si es para abajarnos y levantar a quien me necesite”.
"Hay solo una manera lícita de mirar a alguien desde arriba, si es para abajarnos y levantar a quien me necesite, nos dijo Francisco"
Francisco rompió el silencio hacia Monseñor Romero, que existía por algunos sectores acomodados de nuestra iglesia, porque él mismo también vive así su pontificado. Porque para él, el hecho de ser papa no es signo de separación, sino de encarnación profunda con los pobres y crucificados. Porque Francisco tampoco hace “alarde” de ser sucesor de Pedro, sino que para el ser sucesor de Pedro implica una preocupación mayor hacia los otros, “tenemos que preocuparnos de los que mueren en el mayor cementerio del mundo, que es el mediterráneo”, refiriéndose a los que migrantes que mueren ahogados en el mar, buscando simplemente poder vivir dignamente en otros países.
En aquella mañana del 14 de octubre de 2018, la ciudad santa de Roma, se vistió de auténtica santidad, no porque allí vive el papa, no porque estaba llena ese día de obispos, de curas, de cristianos y cristianas, sino porque ese día estaba llena de pobres salvadoreños que habían querido ser testigos especiales de ese momento: ver a su mártir siendo modelo para los que queremos seguir a Jesús, ver que por fin también la Iglesia hacía justicia hacia su “santo”. Y por eso, cuando estaba la inmensa plaza de San Pedro, llena de salvadoreños y salvadoreñas ( muchos llegaron a empeñarse para poder estar allí ese día), y vieron bajar el cuadro en la fachada de la basílica, con la imagen de Romero, no pudieron por menos que arrancar con un fuerte aplauso, y con lágrimas en los ojos, de profundo agradecimiento a aquel hombre, que había sido su voz, que había sido su defensa, y que por defenderlos a ellos, los poderosos lo mataron.
Después de seis años, nos sigue emocionando recordar este momento, nos sigue llenando de vida y de agradecimiento a Dios. Monseñor Romero fue santo desde el mismo momento en que cayó abatido por aquella bala asesina en la capilla del Hospitalito, pero por fin, un 14 de octubre, la iglesia oficial lo reconocía como tal. “Si me matan resucitaré en el pueblo”, había dicho el obispo apenas unos días antes de ser martirizado. Y así es: Romero como, Jesús, y como tantos otros que cada día dan la vida por los demás, sigue vivo entre sus pobres. Hoy daría su voz a los palestinos que sufren el asedio judío, y a ellos les diría que Dios les prefiere especialmente por ser los débiles, por ser lo martirizados y crucificados. Hoy Monseñor Romero estaría pateando las calles llenas de cadáveres y de escombros de Gaza, y hoy nos sigue diciendo que su santidad está en el pueblo y en su sufrimiento.
"Monseñor Romero fue santo desde el mismo momento en que cayó abatido por aquella bala asesina en la capilla del Hospitalito … 'Si me matan resucitaré en el pueblo', había dicho"
Gracias hermano
Francisco, nuestro papa, Gracias Monseñor Romero, gracias, Iglesia de los
pobres, gracias a aquellos y aquellas que desde su vida silenciosa, siguen
haciendo creíble con su vida el mensaje del Evangelio, y siguen siendo esos
“santos de la puerta de al lado”. Ojalá que la vida de Romero, por ser santa,
siga iluminando siempre nuestra Iglesia y siga siendo luz para los más
crucificados de nuestro mundo.