Mc 12,28-34
Hoy cambiamos de
escenario. Jesús lleva ya unos días en Jerusalén. Ha realizado ya la
purificación del templo; ha discutido con los jefes de los sacerdotes, maestros
de la ley y ancianos sobre su autoridad para hacer tales cosas; con los
fariseos y herodianos sobre el pago del tributo al César; con los saduceos
sobre la resurrección. El letrado que se acerca hoy a Jesús no demuestra
ninguna agresividad, sino interés por la opinión del Rabí.
La pregunta tiene
sentido porque la Torá contiene 613 preceptos. Para muchos rabinos todos los
mandamientos tenían la misma importancia, porque eran mandatos de Dios y había
que cumplirlos solo por estar mandados. Para algunos el mandamiento más
importante era el sábado. Para otros el amor a Dios era lo primero. Aunque
Jesús responde recitando la “shemá”, da un salto en la interpretación, uniendo
ese texto del Deuteronomio, que hablaba solo del amor a Dios, con otro en (Lv
19,18) que habla del amor al prójimo.
El amor a Dios fue un salto de gigante sobre el temor al Dios amo poderoso y dueño de todo. En el AT el amor a Dios debía ser absoluto, “sobre todas las cosas”. El amor al prójimo era relativo, “como a ti mismo”. Según la Tora, era perfectamente compatible un amor a Dios y un desprecio absoluto, no solo a los extranjeros sino también a amplios sectores de la propia sociedad judía, a quienes creían rechazados por el mismo Dios.
Según Jesús la palabra
mandamiento tiene que dar un cambio radical y significar algo muy distinto
cuando la aplicamos a Dios. Dios no manda nada. Dios no hace leyes, sino que
pone en la esencia de cada criatura el plano, la hoja de ruta para llegar a su
plenitud. Dios no “quiere” nada de nosotros ni para nosotros. Su “voluntad” es
la más alta posibilidad que se encuentra en cada criatura, no algo añadido
desde fuera después de haberla creado.
En Juan los dos mandamientos se convierten en uno solo: “que os améis unos a otros como yo os he amado”. Jesús no dice que le amemos a él, ni que amemos a Dios, ni que ames al prójimo como a ti mismo, sino que ames a los demás como él los ha amado. El cambio no puede ser más radical. Aún no nos hemos dado cuenta de esta novedad. Dios no es un ser separado de mí, al que debo amar, sino el amor que me permite sentirme uno con todos.
Fray Marcos
En nosotros el amor es
una cualidad que puedo tener o no tener. En Dios el amor es su esencia. Si
dejara de amar, dejaría de ser. Lo que queremos decir cuando hablamos del amor
a Dios o del amor de Dios no tiene nada que ver con lo que queremos significar
cuando hablamos del amor humano. El amor humano es siempre una relación entre
dos. El amor de Dios es la identificación de dos. De este amor es del que habla
el evangelio.
Se trata de una
posibilidad específicamente humana. El amor-Dios y nuestro amor no son grados
distintos de la misma realidad, sino realidades sustancialmente distintas. Dios
no se puede relacionar con las criaturas como lo hacemos nosotros, porque no
está fuera de ninguna de ellas. Nosotros podemos relacionarnos con las demás
criaturas, pero no con Dios porque es nuestro ser. Vivir esto nos permite
identificarnos con los demás y amarlos.
Una vez más el lenguaje
nos juega una mala pasada. La palabra “amor” es una de las más manoseadas del
lenguaje. Hablar con propiedad de Dios-Amor-Unidad, es imposible. Nuestro
lenguaje es para andar por casa. Al emplearlo para hablar de lo divino se
convierte en trampa que pretende ir más allá de lo que puede expresar. Intentar
llegar a Dios con nuestros conceptos es inútil. La manera de trascender el
lenguaje es la vivencia. Solo la intuición puede llevarnos más allá de todo
discurso. Solo amando sabrás lo que es el amor.
En realidad, el camino
hacia el amor empezó en las primeras millonésimas de segundo después del
Big-Bang; cuando las partículas primigenias se unieron para formar unidades
superiores. Esta tendencia de la materia a formar entidades más complejas,
lleva en sí la posibilidad de perfección casi infinita. La aparición de la
vida, que consigue integrar billones de células, fue un gran salto hacia esa
capacidad de unidad. No sabemos que es la vida biológica, pero conocemos sus
efectos sorprendentes. Dios es otra Vida que unifica todo.
Llegada la inteligencia
y superada la pura racionalidad el ser humano está capacitado para alcanzar una
unidad que no es la del egoísmo individual. Un conocimiento más profundo y una
voluntad que se adhiere a lo mejor, hacen posible una nueva forma de
acercamiento entre seres que pueden llegar a un grado increíble de unidad,
aunque no sea física. Descubierta esa unidad, surge lo específicamente humano.
Esta capacidad de salir de la individualidad e identificarme con Dios y con el
otro, es lo que llamamos amor.
Este amor es
consecuencia de un conocimiento, pero no racional. Es inútil que nos empeñemos
en explicar por qué debemos amar a los demás. Este amor solo llegará después de
haber experimentado la presencia en nosotros del Amor que es Dios. Lo mismo que
llamamos vida a la fuerza que mantiene unidas a todas las células de un
viviente, podemos llamar AMOR a la energía que mantiene unidos a todos los
seres de la creación. Si descubro que la base de todo ser es lo divino,
descubriré la “razón” del verdadero amor.
Todos los místicos de
todas las religiones de todos los tiempos han llegado a la misma vivencia y nos
hablan de la indecible felicidad de sentirse uno con el Todo y fuera del
tiempo. Esa sensación de integración total es la máxima experiencia que puede
tener un ser humano. Una vez llegado a ese estado, el ser humano no tiene nada
que esperar. Fijaos hasta qué punto demostramos nuestro despiste, cuando
seguimos llamando “buen cristiano” al que va a misa, confiesa y comulga, solo
porque tiene asegurada la otra vida. Ser cristiano no es el objetivo último del
hombre, solo un medio para llegar a amar.
No debo comerme el coco
tratando de averiguar si amo a Dios. Lo que tengo que examinar es hasta qué
punto estoy dispuesto a darme a los demás. Solo eso cuenta a la hora de la
verdad. El amor teórico, el amor que no se manifiesta en obras y actitudes
concretas, es una falacia. Ya lo decía Juan en su primera carta: “Si alguno
dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su prójimo, a quien ve, es un
embustero y la verdad no está en él”. Pero es imprescindible que nos examinemos
bien. No debemos confundir amor con instinto. Si apartamos de nuestro amor a
una sola persona, todo lo demás es egoísmo.
El amor planteado desde
la razón no tiene sentido, porque la razón nunca te llevará a amar con el amor
que nos propone Jesús. Tampoco podemos entenderlo como mandamiento que obliga
desde fuera con normas o preceptos. Aprender a amar es la tarea más importante
para todo ser humano. La religión debía ser un instrumento que me permitiera
desplegar esa capacidad de amar. Nadie puede sustraerse a la necesidad de
crecer en humanidad. Pues ser más humano es ser capaz de amar más. Todo lo
demás será tarea inútil.
Fray Marcos