Santa María, Madre de Dios –
Y fueron a toda prisa,
y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo,
dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que
lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su
parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores
se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y
visto, conforme a lo que se les había dicho. Cuando se cumplieron los ocho días
para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes
de ser concebido en el seno.
ALEGRÍA PARA TODO EL
PUEBLO
Hay cosas que solo la
gente sencilla sabe captar. Verdades que solo el pueblo es capaz de intuir.
Alegrías que solamente los pobres pueden disfrutar.
Así es el nacimiento
del Salvador en Belén: No algo para ricos y gente pudiente; un acontecimiento
que solo los cultos y sabios pueden entender; algo reservado a minorías
selectas. Es un acontecimiento popular. Una alegría para todo el pueblo.
Más aún. Son unos
pobres pastores, considerados en la sociedad judía como gente poco honrada,
marginados por muchos como pecadores, los únicos que están despiertos para
escuchar la noticia. También hoy es así, aunque, con frecuencia, los más pobres
y marginados hayan quedado tan lejos de nuestra Iglesia.
Dios es gratuito. Por eso es acogido más fácilmente por el pueblo pobre que por aquellos que piensan poder adquirirlo todo con dinero. Dios es sencillo, y está más cerca del pueblo humilde que de aquellos que viven obsesionados por tener siempre más. Dios es bueno, y le entienden mejor los que saben quererse como hermanos que aquellos que viven egoístamente, encerrados en su bienestar.
Sigue siendo verdad lo
que insinúa el relato de la primera Navidad. Los pobres tienen un corazón más
abierto a Jesús que aquellos que viven satisfechos. Su corazón encierra una
«sensibilidad hacia el Evangelio» que en los ricos ha quedado con frecuencia
atrofiada. Tienen razón los místicos cuando dicen que para acoger a Dios es
necesario «vaciarnos», «despojarnos» y «volvernos pobres».
Mientras vivamos
buscando la satisfacción de nuestros deseos, ajenos al sufrimiento de los
demás, conoceremos distintos grados de excitación, pero no la alegría que se
anuncia a los pastores de Belén.
Mientras sigamos
alimentando el deseo de posesión no se podrá cantar entre nosotros la paz que
se entonó en Belén: «La idea de que se puede fomentar la paz mientras se
alientan los esfuerzos de posesión y lucro es una ilusión» (Erich Fromm).
Tendremos cada vez más cosas para disfrutar, pero no llenarán nuestro vacío interior, nuestro aburrimiento y soledad. Alcanzaremos logros cada vez más notables, pero crecerá entre nosotros la rivalidad, el conflicto y la competencia despiadada.
José Antonio Pagola