[Por: Leonardo Boff]
El hecho innegable es
que hay demasiado caos destructivo sin previsión de que vaya a ser generativo.
Hay formas de inhumanidad que superan todo lo que hemos vivido y sufrido en la
historia. Basta presenciar al genocidio que ocurre a cielo abierto en la Franja
de Gaza perpetrado por un primer ministro israelí, cruel y sin piedad, apoyado
por un presidente estadounidense católico y por la Comunidad Europea que
traiciona sus ideales históricos de derechos humanos, de libertad y de
democracia. Todos estos se hacen cómplices del atroz crimen contra la humanidad.
Sin olvidar la ola de odio, la negación de la ciencia y de la verdad. Prevalece
la ignorancia y el lenguaje grosero y ofensivo. Este antifenómeno se da
principalmente en Occidente.
El solo hecho de que el
1% posea la riqueza de más de la mitad de la humanidad, demuestra cuan
perverso, profundamente desigual e injusto es el escenario social mundial.
Todavía hay que añadir la emergencia ecológica con la insostenibilidad del
planeta Tierra, viejo y con recursos limitados que, en sí, no soporta un crecimiento
ilimitado, obsesión de las políticas sociales de los países. Ese proceso la
extenuó, debido a la superexplotación de los biomas terrestres y está poniendo
en peligro las bases naturales que sustentan la vida (Earth Overshoot). La
continuidad de la aventura humana en este planeta no está asegurada. Bien
escribió el Papa Francisco en su encíclica Fratelli tutti (2020): “Estamos
todos en el mismo barco; o nos salvamos todos o no se salva nadie”. Todo esto
viene resumido por el calentamiento global creciente, inaugurando, por lo que
parece, una nueva fase más caliente y peligrosa de la historia de la Tierra y
de la humanidad.
¿Por qué hemos llegado a la amenazante situación actual que puede poner en peligro el futuro de la vida humana y de la naturaleza?
Hay varias
interpretaciones de esta funesta situación de la actualidad. No tengo la
pretensión de tener una respuesta suficiente. Pero levanto una hipótesis, fruto
de toda una vida de estudio y de reflexión. Estimo que nuestra situación se
remonta muy atrás, a hace dos millones de años, cuando el homo habilis, el ser
humano que inventó instrumentos de intervención en los ciclos de la naturaleza.
Hasta entonces su relación con ella era de interacción, sintonizándose con los
ritmos naturales y tomando lo que su mano alcanzaba. Ahora, con el homo habilis
o faber comienza la intervención en la naturaleza: la caza de animales y el
derribo de vegetación para un cultivo rudimentario. Después de miles de años,
la intervención siguió adelante hasta llegar hace 10-12 mil años, en el
neolítico, a la agresión de la naturaleza. Interfirió en el curso de los ríos,
inaugurando la agricultura de irrigación y el manejo de regiones enteras, que
implicaba cambios en las relaciones con la naturaleza, depredándola ya. Finalmente,
la era del industrialismo y el modo moderno y contempoáneo de producción por la
técnica, por la automatización, por la robótica y por la inteligencia
artificial han llevado a un proceso de destrucción de la naturaleza.
Proyectamos una nueva era geológica, la del antropoceno y sus derivados, el
necroceno y el piroceno. Ahí el ser humano aparece como el Satán de la Tierra.
Ha transformado el jardín del Edén en un matadero, como denunció el biólogo
E.Wilson. No se ha comportado como el ángel cuidador de todo lo creado.
Ese proceso
histórico-social ganó su justificación teórica con los padres fundadores de la
modernidad Galileo Galilei, Descartes, Newton, Francis Bacon y otros. Para
ellos, el ser humano es “dueño y señor” de la naturaleza. No se sentía parte de
ella, estaba fuera y por encima de ella. La Tierra, considerada hasta entonces
como Magna Mater que nos da todo, pasó a ser considerada como una cosa inerte
(res extensa), sin propósito, a lo máximo, un baúl de recursos entregados al
uso y disfrute del ser humano. El eje orientador de este modo de ver el mundo
es la voluntad de poder, como dominación del otro, de los pueblos, de sus
tierras (colonización), de la clase obrera, de la naturaleza, de la vida hasta
el más mínimo gen, de la materia hasta el pequeñísimo topquark. La ciencia fue
creada al servicio de la dominación, no solo como el justo conocimiento teórico
de cómo se estructuran las cosas, sino como instrumento de dominación y de
nuevos inventos. Pronto fue apropiada por la voluntad de poder, convirtiéndola
en una operación técnica para la transformación del mundo circundante. Con ella
se llevó a cabo una verdadera guerra contra la Tierra, sin posibilidad de
vencerla, arrancando de ella todo en función del sueño de un crecimiento ilimitado
de bienes materiales. Se atacó a la Tierra en todos los niveles, lo que tuvo
como consecuencia la devastación de prácticamente los principales biomas, sin
medir los efectos colaterales. Es el imperio de la razón instrumental-analítica
y tecnocrática. No podemos dejar de apreciar los inmensos beneficios que ha
traído para la vida humana. Pero el mismo tiempo ha creado el principio de
autodestrucción con armas letales que pueden liquidar toda la vida. La razón se
ha vuelto irracional y enloquecida.
Hay que añadir un dato
nada despreciable. El despotismo de la razón –el racionalismo– ha acentuado lo
que hay de más humano en nosotros: nuestra capacidad de sentir, de amar, de
cuidar, de vivir la dimensión de los valores como la amistad, la empatía, la compasión,
en fin, el mundo de las excelencias. Todo esto era visto como obstáculo para la
mirada objetiva de las ciencias. Se separó la mente y el corazón, la razón
intelectual y la razón sensible. Tal ruptura ha producido una profunda
distorsión de los comportamientos, ocasionando insensibilidad ante el drama de
los millones y millones de pobres y miserables y la falta de cuidado de la
naturaleza y sus “bondades”, como dicen los pueblos andinos.
Si quisiéramos resumir
en una pequeña fórmula la crisis civilizacional diría: ella perdió la justa
medida, valor presente en todas las tradiciones éticas de la humanidad. Todo es
des-medido, el asalto a la naturaleza, el uso de la violencia en las relaciones
personales y sociales, las guerras sin medida alguna de contención, el
predominio des-medido de la competición al precio de la cooperación, el consumo
des-medido al lado del hambre atroz de millones de personas, sin el menor
sentido de solidaridad y de humanidad.
De seguir este proyecto
de civilización, calcado sobre el poder-dominación y sobre la razón
instrumental y sin corazón, hoy mundializado, iremos fatalmente al encuentro de
una tragedia ecológico-social capaz de hacer el planeta Tierra inhabitable para
nosotros y para los organismos vivos. Sería nuestro fin después de millones de
años sobre este bello y riente planeta. No supimos cuidarlo para ser la Casa
Común de todos los humanos, con la naturaleza incluida.
Pero como el proceso de
la génesis del cosmos y de la Tierra no es lineal, sino que da saltos hacia
arriba y hacia delante, puede ocurrir lo inesperado. Ante un gran impacto o
catástrofe puede hacerse viable una transformación fundamental. Llevaría a
cambiar la conciencia colectiva de la humanidad. Como dijo el poeta alemán
Hölderin (+1843): “Donde habita el peligro, crece también lo que lo salva”. Ese
salvamento significaría el cambio necesario de paradigma civilizatorio,
garantizando así nuestro futuro. Eso podría ser la utopía posible y viable para
la situación actual. ¡Ojalá!
*Leonardo Boff ha
escrito La búsqueda de la justa medida (2 vol), Vozes 2002/3; Cuidar de la Casa
Común: pistas para evitar el fin del mundo, Vozes 2023.