No fue una celebración
religiosa. Fue un encuentro de solidaridad en memoria de los 10.450 migrantes
ahogados en el mar en el año 2024, realizado el domingo 9 de febrero de 2025,
junto al mar, en el puerto de Cartagena.
Escuchamos testimonios
de varios inmigrantes africanos sobrevivientes de naufragios de los cayucos en
que viajaban. Unos procedían de Sudán, otros de Mali y otros de Senegal,
Gambia, Guinea, Nigeria… Buscando la vida encontraron la muerte, unos en la
travesía del desierto y otros en el mar. Un hombre senegalés viajaba con sus
cuatro hijos en un cayuco repleto de gente, con unas 40 personas
aproximadamente.
El mar estaba muy agitado, grandes olas balanceaban el rústico cayuco como queriendo tragárselo. Flotaba sin rumbo. Después de doce días ya no les quedaban alimentos ni agua para beber. Hambrientos y sedientos, con frio en la noche y sol abrasador de día, algunos fueron muriendo. Los cadáveres fueron arrojados al océano.
Este hombre vio morir a
sus cuatro hijos, uno tras otro. Cuando murió el último, un niño, lo abrazó y
se arrojó con él al mar. Ya no le encontró sentido a ese viaje incierto. Solo
cinco personas lograron llegar a la isla de Tenerife. Quien dio testimonio fue
uno de ellos.
Sentado en las gradas
del puerto, escuchaba en silencio los testimonios de los inmigrantes africanos.
Las palabras de Jesús “fui forastero, migrante, y me acogisteis” me golpeaban
el corazón. No podía asimilar los testimonios de estos hermanos y hermanas
después de escuchar la cantaleta de políticos hipócritas: “¡Vienen a
invadirnos, vienen a quitarnos el trabajo, son delincuentes, que se vayan a su
tierra, no los queremos!”.
Cerré los ojos y me
adentré en mi interior. “Tomad y comed porque este es mi cuerpo”, dijo Jesús.
Cuerpo de Cristo Jesús sepultado en el océano, cuerpos de hambrientos y
sedientos, cuerpos tendidos en la arena del desierto, cuerpos que sufren
luchando contras las olas del mar hasta morir ahogados, cuerpos de víctimas de
la injusticia de este mundo cruel e hipócrita.
“Tomad y bebed, porque
esta es mi sangre”, sangre de los que buscando la vida, la pierden en la
travesía de los desiertos. Sangre derramada a causa de la desigualdad existente
en esta sociedad capitalista, un “sistema que mata”. Sangre derramada de gente
inocente víctima de las guerras y genocidios.
Hombres, mujeres, niños
y niñas despedazados por las armas de los poderosos que se enriquecen con la
industria y el comercio armamentista. Y los “buenos” callan, y muchos obispos y
curas guardan silencio. Y las distintas religiones siguen con sus ritos y cultos,
incapaces de unirse para ser una voz y fuerza profética para construir un mundo
más humano y fraterno.
“Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”. En medio de este drama,
proclamamos que la última palabra sobre la historia no la tienen los señores de
la muerte que hoy dominan el mundo sino el Dios de la vida que resucitó a
Jesús, el Dios de los pobres. Es aquí donde encuentro sentido a tanto
sufrimiento provocado por la codicia del sistema dominante, el “pecado de este
mundo”, del cual, muchos, sin darnos cuenta, formamos parte por nuestra falta
de compromiso por otro mundo alternativo de justicia y fraternidad universal.
Colaboración de Juan García de Paredes.